Las importantes consecuencias a las que conducen las presuntas irregularidades atribuidas al Rey emérito obligan a replantearse el sentido, los límites y la vigencia de un precepto constitucional, el que consagra la inviolabilidad del Rey, ya verdaderamente inasumible (al menos en su formulación extrema) para una sociedad que abjura de prerrogativas y ha hecho inderogablemente suyo el principio de igualdad de todos ante la ley.

Tal inviolabilidad -no se olvide- fue fruto de una decisión consciente de nuestros padres constitucionales: frente a cualquier comportamiento ilegal del Monarca, hicieron primar un interés que entonces consideraron superior: el de la estabilidad institucional y política de una España recién llegada a la democracia, frágil y todavía en equilibrio inestable. De ahí también, por ejemplo y entre otros, los artículos que, aflorando idéntica finalidad, a la larga propiciaron la multiplicación de aforamientos. Incluso todavía hoy nuestro Tribunal Constitucional sigue acogiendo la misma idea y no parece previsible, aunque debiera, que la abandone a corto plazo.

Y sin embargo los tiempos mutan y la plasmación de aquel propósito original está provocando ahora, paradójicamente, el efecto radicalmente contrario: la inviolabilidad del Rey ha pasado a ser un potente argumento contra el régimen monárquico y un factor fuertemente desestabilizador del sistema constitucional todo. Hace falta creo, y pronto, estructurar nuevas garantías, indispensables para limitar y controlar el poder político, incluido el de la Corona, evitando así el ataque fácil que se cimenta en una generalizada y creciente sensación de concretas e inexplicables impunidades. En lo que se refiere al Rey, es esencial, me parece, distinguir entre los actos políticos que realiza en su condición de tal y aquellos otros que pertenecen a su vida privada. De los primeros, obviamente no habrá de responder por cuanto se limita a ratificar simbólicamente las decisiones de otros. De los segundos, nada autoriza a que no se sometan a la legalidad común. De igual modo, deberían desaparecer las inviolabilidades vitalicias, una ficción medieval anacrónica a estas alturas de la historia.

Más allá de los azares de don Juan Carlos, y por compleja que resulte, se trata una reforma inaplazable. Sería, además, la mejor manera de apuntalar la supervivencia de una Constitución, la nuestra, en estos momentos tan gravísimamente amenazada.

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