El lanzador de cuchillos

El incidente

Cuando alguien me llama 'caballero', así con tonito, me recorre la espina dorsal un latigazo metálico

Leyendo el otro día en un periódico las quejas de un señor en relación con el afán recaudatorio de un ayuntamiento de la costa mediterránea, me vino a la cabeza el desagradable incidente que tuve hace algunos veranos con la Policía de esa misma localidad.

Volvía de cenar de casa de unos amigos cuando me dio el alto un coche patrulla, del que bajaron dos municipales. Uno de ellos me pidió la documentación, mientras el otro me informaba de algo en lo que yo, hasta entonces, no había reparado: que iba, a la vez, conduciendo y hablando por el móvil. Ante mi sorpresa, que manifesté de manera correctísima, la educada respuesta del señor agente fue: "Entonces lo habremos soñado". Le dije al policía que no lo descartara y le ofrecí la posibilidad de comprobar en mi móvil la última llamada, a lo que respondió con un desarmante "yo no tengo que comprobar nada, caballero".

Cuando alguien me llama caballero, así con tonito, aunque se trate de un probo representante de la autoridad, me recorre la espina dorsal un latigazo metálico que da la vuelta por el coxis hasta tocar justo la bolsa escrotal. Como quiera que intenté defenderme con argumentos más que razonables la reacción de la patrulla fue llamar a otros compañeros para que me hicieran un control de alcoholemia, que dio resultado negativo. Al final me denunciaron por ir hablando por el móvil, a pesar de que insistí hasta el infinito en que verificaran la hora de la última llamada.

Me acordé de aquella mítica portada de Ramón en Hermano Lobo, en la que el juez le pregunta al reo en la sala de vistas: "¿Conoce el acusado sus derechos?" "Sí, señor", responde el hombrecillo. "Pues olvídelos". La Policía Local goza de presunción de veracidad, lo que traducido significa que la palabra de aquellos agentes -negligentes o prevaricadores- tenía más valor que la de este veraneante al que, amparados en sus uniformes, acababan de asaltar.

Recuerdo que hice algún comentario sobre la Policía mexicana, por tocar las narices. La mirada que me dirigieron me hizo entender que se estaba rifando una nochecita en el cuartelillo y yo llevaba todas las papeletas. Entonces me dieron ganas de subirme al coche y, aprovechando el momento en que el local metiera la jeta por la ventanilla para escupir alguna pendejada, arrancar, soltar freno de mano y salir quemando goma, perseguido por todo el pueblo por cincuenta lecheras con las sirenas a todo trapo. Como en la escena final de Los Blues Brothers.

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