Cuando uno es hijo y nieto de agricultores siente como le chirrían algunos discursos. El verano ya va de paso y parece poco probable que vayamos a sufrir otro gran incendio forestal. El refrescar de las noches por más que siga haciendo calor de día limita ya bastante, si encima caen cuatro gotas (mejor 40 que falta hacen) y las labores propias del campo ya reducen el peligro. Nos ahorraremos a los políticos hacerse fotos con mapas hasta el año que viene mientras se lanzan unos a otros los incendios como si la culpa la tuviera el pino que se quema. La mejor forma de apagar las llamas es evitándolas.

Este año el fuego se cebó con mi pueblo. El de Bonares-Almonte-Rociana es el mayor del verano en Huelva con casi 2.000 hectáreas. Los incendios en esta provincia son una especie de ruleta rusa a la que juegan todos los municipios cuando aprieta el calor. Hay comarcas más vulnerables que otras por su orografía o densidad forestal, pero ninguna inmune. Riotinto, Almonaster, Moguer, Lucena… parece que no podemos vivir más de dos o tres años sin un fuego de magnitud.

Cada vez que una columna de humo se eleva en el horizonte recuerdo las palabras de mi abuelo cuando lo acompañaba las mañanas de verano a coger hojas de palma para hacer cestas. Solíamos pasar por un arroyo con un cañaveral exuberante al pie de una pequeña finca de la familia. Siempre la miraba y mascullaba. Me explicaba que desde que el tiempo es tiempo con la llegada del verano se cortaban esas cañas y se limpiaba el cauce del arroyo. Se evitaba que ardiese un material altamente inflamable y que se regenera solo. La medida además garantizaba que no se desbordase el arroyo con las lluvias. Así fue hasta que prohibieron hacerlo.

Siempre me sorprendió la sabiduría natural de una persona que vivió gran parte de su vida de guarda en un coto del entorno de Doñana. Pasear a su lado era recibir una cátedra de ecología del sentido práctico. Defendía la autorregulación del campo: "Nadie lo va a cuidar mejor que quien come de él". Lo hacía por sentido común, alejado de demagogia, populismo o intereses. Era el conocimiento que le habían legado.

Los fuegos de este verano que expira han reabierto un viejo debate. El campo lleva mucho tiempo reclamando que se le escuche. La gestión de los recursos forestales o la conservación del mismo no se pueden decidir desde un despacho con moqueta sin más. Hay que poner límites y restricciones por la sostenibilidad con cabeza. Agricultores y ganadores no pueden ser vistos siempre como el problema. Son parte indispensables de la solución.

Por cierto, el cañaveral terminó por arder un verano y con él se perdió parte del olivar y el entorno. Al menos él no llegó a verlo.

Hasta el incendio que viene.

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