Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

El hombre tranquilo

Si algo tiene el vivir es la negación de la propia muerte, la ignorancia cotidiana del destino que la vida nos deparará, tarde o temprano. Nos parece que sólo vayan a morirse otros. Pero sucede que la muerte de algunas personas te acerca a la tuya, porque atrapa tu memoria, y al mismo tiempo te avisa de que debes amar por encima de todo el hecho de estar vivo. Uno acaba por saber que es pasajera la rabia por perder a alguien que llenaba los espacios esenciales -su familia y los amigos más amados-, pero que también alumbraba sucesivos anillos de cariño, más periféricos. Al desparecer estas personas de los sitios y los días, poco a poco el mal consuelo dará lugar al recuerdo sereno, al rumiar reconfortante de los momentos compartidos: risas, pequeñas epístolas, charlas donde se repiten los argumentos y se reiteran los sentimientos; pequeñas cosas de inmenso poder evocador. Gente ajena al vicio de hacerse ver y notar, pero cuya sencillez trasluce gran valía a pesar de una impronta ocupada más en los demás que en sí misma. La generosidad es la virtud de los buenos. Pero acaban por dejarnos.

El hombre tranquilo destila la belleza con la rutina y la cercanía, cultivando las costumbres, que son invisibles anclas ante los embates y desilusiones de la existencia. No siente tortura por la soledad, sino que la busca para su disfrute íntimo, en la lectura, la música, el paseo o el cuidado de su hogar. No sólo por proteger su espíritu; también por tener algo verdadero que ofrecer: amistad, compasión, ternura, consejos. Ejemplo, al cabo. El hombre tranquilo no anhela apariencia; contiene la vanidad que tienta a su inteligencia o su capacidad profesional. No compra voluntades ni afectos, se los gana casi sin querer. El hombre tranquilo no sabe de esnobismos, no cotiza a otros por un puñado de fogonazos de fama, reflejos vanos, sombras tristes. El hombre tranquilo cultiva su huerto -el que sea- por filantropía. Por amor a la vida compartida. Ésa que no va a ser igual sin Ismael Yebra. Es desagradable aceptar que ya no vamos a escuchar de su boca su acento andaluz culto, su mirada atenta ante tus palabras. No leer en este periódico, con quien tanto quiso, su columna del jueves.

Tantos han expresado tanto cariño por él en estas páginas desde que murió. Pero no es tarde, ya no lo será nunca. El hombre tranquilo nunca se irá de esa limpia estancia del alma en la que habita la mejor memoria, con su despensa de cariño, a la que, en momentos de gozo o de turbación, podamos acudir a sacar algo con que alimentarnos de belleza y afecto.

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