La esquina

José Aguilar

jaguilar@grupojoly.com

Qué hacer con la ultraderecha

No es igual un pacto municipal, de presupuestos o de investidura que un Gobierno de coalición, programa y carteras

La relación de los españoles con la ultraderecha es curiosa. Los sentimientos más repetidos entre los ciudadanos ante la hipótesis de un Gobierno con ministros de Vox son preocupación y miedo, seguidos a buena distancia de tranquilidad y satisfacción. La respuesta más reiterada cuando se les pregunta qué se debe hacer con Vox es tratarlo como a un partido más (42%), y la segunda, no permitir su entrada en el Gobierno (Encuesta 40dB para El País, finales de enero).

Este problema lo han solventado algunas de las democracias europeas más consolidadas de forma tajante y radical. Es el caso de Alemania y Francia, donde los partidos nítidamente democráticos se alían para cerrar el paso a populistas, xenófobos y antieuropeos. La añorada Ángela Merkel abortó en 2020 un Gobierno de su partido democristiano con los neonazis alemanes en Turingia. En Francia es ya tradición el cordón sanitario que lleva a los demócratas a votar en la segunda vuelta electoral al adversario mejor situado, sea de derechas o de izquierdas, para derrotar a los ultras. El mal menor frente al enemigo principal.

En otros países se mantienen enfoques diferentes, y las experiencias vividas con la incorporación de partidos autoritarios a gobiernos democráticos dan para todos los gustos. En algunos sitios han sido una fuente de desestabilización y han acabado emponzoñando el sistema democrático, y en otros el paso por la gestión de las cosas cotidianas los ha atemperado y moderado, porque no es lo mismo el mitin y la pancarta para los simpatizantes que la gobernación y la actuación política para todos. Lo que sí funciona en todos los casos es que los partidos de ultraderecha adquieren cuando gobiernan un aura de respetabilidad y normalización que los hace más peligrosos. Se labran lo que algunos sociólogos definen como un escudo de reputación.

Aparte de eso, no tiene igual trascendencia pactar el gobierno de un Ayuntamiento, los presupuestos de una región o incluso la elección de la mesa de un Parlamento autonómico que acordar un Gobierno de coalición, con reparto de carteras y un programa que admite, más bien vagamente, los postulados ideológicos ultras, a los que hay que contentar después continuamente al elaborar leyes y decretos. Esto daña al sistema y, por tanto, debe rechazarse.

Por cierto, si hay alguien en España poco legitimado para afear a nadie sus pactos por la nulaa credibilidad democrática de sus aliados, ése es Pedro Sánchez.

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