Desde ayer y sin llegar a la depresión sí que me veo pesimista en cuanto a ese gran invento que nos tiene abducidos a un inconmensurable número de terrícolas. Son tantas las trabas que surgen a diario que parece imposible que el fútbol vuelva con todo su esplendor. Demasiados obstáculos prevén expertos y otros que dicen saber de todo, por lo que esa imagen de estadios abarrotados enfocando a veintidós futbolistas parece ya utópica.

Y, claro, los que tuvimos al fútbol motorizando nuestra vida profesional caemos en melancolía escuchando lo que se escucha. Que si un solo futbolista que dé positivo puede dejar fuera de concurso a un equipo entero, que es peligrosísimo un viaje de quince minutos en autobús, que la atención a un lesionado en pleno partido tiene un peligro de contagio infinito o no digamos del riesgo que corren defensas y delanteros arracimados en una loseta a la salida de un córner.

Demasiados inconvenientes que, añadidos a la discusión sobre si se anula la competición o se espera para reanudarla, han provocado que un servidor de Dios y de usted se halle embargado por una crisis pesimista de no te menees. El fútbol no es tenis, donde los contendientes están separados a distancias imposibles incluso para este virus cabrón que nos tiene sin vivir en nosotros mismos. Y si el tenis suspendió su temporada imaginemos a ver cuándo habrá fútbol de nuevo.

Y es que con tantos obstáculos, ese fútbol que llegaba a desertizar calles y abarrotar estadios no parece que vaya a volver pronto. Eso si llamamos pronto a lo que se nos está eternizando. El espectáculo grandioso de un estadio con cincuenta mil espectadores como se dio aquel 8 de marzo en Heliópolis, victoria del equipo anfitrión para colmo, no estoy seguro de que vayamos a volver a disfrutarlo. Son tantos los obstáculos que el futuro se hace impensable y de ahí el desánimo.