Enhebrando

Manuel González Mairena

El fruto de la vid

Septiembre y mi infancia se funden en la imagen de un lagar. Las calles que dan a la bodega se llenan de remolques repletos de uvas que traquetean por los adoquines del pueblo. Los tractores son reactores atómicos que retumban en las ventanas y las cornisas de los balcones. Las calles huelen a la fruta prensada y restos de racimos adornan las travesías. Prolifera el canto de las moscas. Mis ojos se sorprendían ante el prodigio de la evolución y del pasado: motocicletas que venían del campo con las angarillas llenas, esas alforjas de esparto que en tiempo portaban los mulos. Hombres recios de léxico recio. Pieles de plomada y sol.

El respeto a sus palabras, al conjunto de conocimientos y saber experiencial. La academia de la tierra, del boca a boca y las jornadas de sudor a la intemperie sin control horario. García Lorca definió Nueva York como un lugar de "ciencia sin raíces". La nada. O peor que nada, la ausencia de algo. Las raíces de la vid, la extensión de las parras, el momento exacto. Cultura. Las raíces de las generaciones en la siembra, el riego, los tratamientos, la recolecta: cultivando. La briega frente al clima. El fruto de la vid.

En un patio con paredes blancas de cal se acumulan los barriles de madera. Aguarda el primer bocoy su mosto fresco. En el lagar, la uva beba se descargaba por un portón lateral de hierro esmaltado y caía en una rudimentaria cinta transportadora hasta la abertura central de la prensa. Un enorme tubo de hierro y maderas nobles. Cuando empezaba el proceso, los extremos circulares de aquel enorme cilindro se iban aproximando el uno hacia el otro. El mecanismo daba vueltas. Todos los presentes retrocedían hasta tocar los muros del recinto. Al instante empezaba a caer al suelo un jugo entre transparente y verdoso. La luz lo atravesaba. Matices y olores. El líquido recorría la inclinación de la estancia y huía por una especie de alcantarilla que lo llevaba a la sala contigua, donde se guardaba el vino neonato en su primera etapa. Otra estancia más allá era donde se hacía el lacre, en diferentes colores, con el que se sellarían los tapones de corcho con tres iniciales enganchadas unas con otras. De la vid a la botella, un recorrido de tiempo y afecto. El cuidado. La cata de cada barrica para definir su uso, meses o años más tarde. Marcas de tiza en la madera. Señales efímeras que permanecen en este recuerdo. Mis ojos de ayer y esos septiembres.

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