¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

El fracaso de la universidad

La universidad española da alarmantes síntomas de mediocridad, desgana y absoluta falta de autocrítica

Los ilustrados españoles no se fiaban de la universidad. La consideraban una institución polvorienta, manejada por clérigos fanáticos, centrada en debates teológicos estériles, cubierta por la verdina del aburrimiento y la mediocridad intelectual más absoluta. Durante el siglo XVIII, la vieja institución medieval estuvo a punto de desaparecer y en sus aulas apenas se podía ver el destello extravagante y aislado, como un quásar barroco, de Diego de Torres Villarroel, al que nuestro Manuel Gregorio González dedicó su ensayo A orillas del mundo (Renacimiento). Sin embargo, en el siglo XIX, el Estado Liberal recuperó la universidad como herramienta para atender a su cada vez mayor demanda de altos funcionarios que pudiesen embridar -se ve que con poco éxito- a uno de los grandes monstruos de la contemporaneidad: la administración pública.

Los primeros años del siglo XXI nos regresan a un escenario parecido al del XVIII. La universidad española -quien la probó lo sabe- vuelve a dar alarmantes síntomas de mediocridad y desgana, convertida en una gran estructura burocrática y funcionarial dedicada más a las luchas de poder y al reparto de canonjías que al avance científico, tecnológico y humanístico del país. Como alguien ha apuntado, la universidad sigue siendo la asignatura pendiente de nuestra democracia.

Recientemente, han trascendido dos asuntos que colocan a la institución en la picota del reproche social: la condena de un catedrático de la Hispalense por abusos sexuales y los plagios del rector de la Juan Carlos I. ¿Justifican estas dos anécdotas la impugnación del sistema universitario? Evidentemente, no. Lo preocupante, más bien, ha sido la reacción de ambos centros, que con la excusa de salvaguardar el "buen nombre", han actuado con el clásico oscurantismo corporativista que busca más salvaguardar el sistema clientelista -base de sus relaciones de poder- que dotar de justicia y reparación a las víctimas.

Lo más llamativo de la universidad española es su falta de autocrítica, algo imperdonable en una institución que se supone debe estar a la vanguardia intelectual de la sociedad. Cualquier intento de reforma, cualquier amago de abrir las ventanas, se topa inmediatamente con un cierre de filas y una invocación de la "sagrada autonomía universitaria" que apenas esconden el terror ante la certeza de un fracaso al que se debería poner fin antes de que catemos el siglo XXII.

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