Juanma G. Anes
Tú, yo, Caín y Abel
Los afanes
Uno, con la edad, ha comenzado a tener espinas clavadas. Las hay de todos los tamaños, vienen de todas las direcciones. También hemos comenzado a ser más exigentes y por ello prestamos menos atención a lo importante. La exigencia a veces nos nubla la vista, nos la enturbia y pasamos a fijarnos más en nosotros y menos en los demás. Y esto es un error. Que ocurra en la madurez nos puede llevar a ser conscientes de ello, pero que ocurra en la infancia y en la juventud puede perdernos para siempre.
Hace unos días entrevistaron a Inger Enkvist, catedrática de Español en la Universidad de Lund (Suecia). Y venía a decir el titular que hay que recuperar la autoridad y la disciplina en la Escuela. Me dije, menos mal, aunque tarde ha llegado a esa conclusión. En sus respuestas indica que: "La nueva pedagogía promueve la antiescuela. Los colegios se crearon con el objetivo de que los alumnos aprendieran lo que la sociedad había decidido que era útil". También dice en otro momento de la entrevista: "Cuanta más autodisciplina, más posibilidades tienes por delante y menos desesperado te sentirás ante una situación límite".
Estamos haciendo a los niños tontos. Nuestra sobreprotección llegó hace años a la Escuela y la Escuela perdió la autoridad, la disciplina y lo que es más importante, perdió el conocimiento. Y para que aparezca la creatividad, para ser buenos y bondadosos, para saber y ser libres, hace falta el conocimiento. Y el conocimiento, en esas edades, se consigue en la Escuela y la familia. Tal vez hemos confundido el término exigencia, ya que sin conocimiento la exigencia pasa a ser desperdicio e inutilidad. Los exámenes hacen falta para desarrollar la responsabilidad. Y es la responsabilidad la que nos hace libres. La nueva pedagogía nos ha hecho mucho daño y la iniciativa en el aprendizaje no la pueden tomar los alumnos.
Ahora cuando vamos a un restaurante pedimos pescado sin espinas, por ejemplo, merluza a la romana limpia y reluciente, que tan solo tengamos que trocearla para su consumo, sin molestarnos en limpiarla. Pero el pescado hay que limpiarlo, como hay que limpiar la vida. Y un buen pescado es preciso que tenga espinas, que posea las espinas necesarias y suficientes de su condición de pescado. Acostúmbrese a pedir el pescado con espinas, a limpiarlo, a degustar su sabor puro y natural. Lo otro que pide sin espinas no sabe ni lo que es. Tal vez no sea ni pescado.
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