España -en eso no hay discrepancia- es una democracia formal. Goza de una estructura jurídica que fundamenta y justifica tal calificativo. Pero, más allá del marco político teórico, cabría preguntarse si el país, comenzando por sus líderes, funciona como tal, esto es, si en la democracia española abundan los demócratas.

La respuesta exige identificar previamente aquellos rasgos que sustentan un comportamiento netamente democrático. Así, para ser y actuar como demócrata es necesario manifestar un respeto exquisito por las libertades ajenas. Se ha de ejercer, además, una permanente tolerancia, admitiendo, sin opacarlas, las opiniones diferentes, en un proceso de diálogo continuo, encaminado a la búsqueda conjunta del bien común. No se puede ser demócrata si se utilizan torticeramente las instituciones para amurallar el propio criterio. Deja de serlo quien cabalga a lomos de la mentira y jamás reconoce sus errores. Por supuesto, desmienten el adjetivo aquellos que no reniegan de los totalitarismos y hacen de la conquista del poder el único fin de su acción pública. La permeabilidad de las ideas, el repudio de los fanatismos, la escucha atenta y permanente de las razones del otro son conductas igualmente imprescindibles. Me dejo bastante; pero valga con esto para cimentar mi juicio.

¿Son muchos los políticos españoles que demuestran esas cualidades? Infelizmente, no. ¿Y los ciudadanos? ¿Diría usted que son mayoría los que las poseen? Con la cautela de lo que no pasa de mera impresión, yo creo que tampoco. Somos un pueblo que funciona democráticamente, pero en el que escasean los demócratas. ¿Tiene arreglo? Sólo a través de una educación que ponga en el centro de su labor la tarea incesante de despertar y exhortar el espíritu cívico-democrático.

La democracia es la conquista decisiva de la humanidad. Pero la sensibilidad por los valores democráticos no se hereda, no se nace demócrata. Si no se quieren sufrir retrocesos fatales, cada generación debe ser adiestrada en ella. De ahí mi pesimismo: sin que a nadie parezca importarle demasiado, estamos construyendo una sociedad nominalmente demócrata, en la que cada día germinan más odios y sectarismos. Están fracasando los recursos educativos que deberían garantizar un grado inderogable de civilidad. Son los hechos, y no las palabras, los que desvelan lo que en realidad somos. Y en ellos, con desengaño, no encuentro una señal inequívoca de democracia.

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