En los países democráticos los ciudadanos elegimos a nuestros parlamentarios, que debaten las leyes que nos rigen y controlan al gobierno. Ambos poderes, legislativo y ejecutivo, ostentan la enorme responsabilidad de dirigir al país. Teóricamente los políticos que nos gobiernan, no solo en el ámbito nacional, sino en cualquier otro -el autonómico, el provincial o el municipal; también el europeo-, son los más idóneos y se espera de ellos que cumplan con las expectativas creadas en los electores. En alguna forma ocupan un lugar parecido al de los héroes del mundo antiguo, que suscitaban la admiración de sus contemporáneos y se convertían en modelos a imitar.

En nuestra época hay quien reconoce como héroes a las figuras del deporte aunque, como he dicho recientemente, algunas de ellas solo sean admirables en la faceta estrictamente deportiva siendo rechazables otras de las suyas. Por mi parte, estoy convencido de que, entre los profesionales de hoy, los auténticos héroes, decisivos para nuestras vidas, son los médicos y los maestros. A continuación deberían venir los políticos, de cuyos aciertos y desaciertos depende en buena medida el grado de bienestar de los administrados. Sin embargo, evitando por supuesto generalizaciones injustas, lo cierto es que el comportamiento de muchos de los componentes de la clase política deja mucho que desear.

En la actualidad española el mayor reproche que hacemos a los políticos es su incapacidad para acordar un gobierno después de las elecciones. Pero para mí hay algo todavía más preocupante, de carácter crónico. Se trata de sus modales, del talante. La relación de los representantes de los partidos con sus adversarios está presidida por un alto nivel de agresividad: el menosprecio, las descalificaciones e incluso los insultos están a la orden del día. La consecuencia es que quienes deberían suponer para nosotros un modelo de conducta son en realidad un ejemplo de todo lo contrario. Estos comportamientos, publicitados por medios -no todos- que resaltan los episodios escabrosos, se trasladan inevitablemente a la sociedad que, a su vez, reproduce tales pautas de conducta. De esa manera, la mala educación, la intolerancia, la falta de respeto, son moneda corriente que, desde los programas basura de la televisión, los espectáculos deportivos y también desde el Parlamento, extienden esos virus, tan perniciosos para la convivencia.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios