El concursito de Renfe

Soñaba con el maravilloso viaje que le había tocado sin saber que el único posible es un desesperante trayecto a Sevilla

Ya les he contado alguna vez la sutil forma que tengo de educar a mis hijos para el reto de supervivencia diaria que supone ser de Huelva (o vivir aquí, que tanto da). Tomo decisiones arbitrarias, los castigo sin motivo, provoco agravios… esas cosas con las que trato de hacerles sentir lo que sentimos los onubenses mayores todos los días. Creo que es importante que se acostumbren. Es más, debería ser obligatorio, para evitar futuros traumas por decepción, que cualquier niño de Huelva aprenda cuanto antes cosas como que las pelis que les ponen en el Festival siempre son un truño, que el Recre nunca tiene suerte, que los conos de la autovía son solo para nosotros o que jamás llegarás a tiempo si vas o vienes en tren, entre otras muchas. Son mantras necesarios, incluso útiles en muchas situaciones. Por ejemplo, un cirujano bien entrenado en asuntos huelvanos podría haber hecho perfectamente un trasplante de corazón mientras veía el final del partido de Copa del domingo porque ya habría descartado cualquier opción de ganar en los penaltis.

De eso se trata lo de ser padres, ¿no? De prepararlos para la que se les viene encima. En Huelva, les decía, debería ser obligatorio, pero no es así y, claro, luego pasa lo que pasa y los chiquillos terminan acumulando shocks sin necesidad. Los pobres. El lunes, sin ir más lejos, le pasó a unos peques. Bueno, en realidad seguramente todavía no les haya pasado, pero ocurrirá. Vaya que si ocurrirá… Les explico. Resulta que un partido de baloncesto de la Selección Española es, además de un acierto para quien consigue traerlo, una especie de fiesta del marketing. Ahí, como en el circo, te venden de todo y a cada momento. En la previa, en los descansos, en los tiempos muertos… cada vez que pueden te cuelan un anuncio. Da igual si es de un banco, de una eléctrica o, como el caso que nos ocupa, de Renfe, que montó un mini concurso en el que dos niños competían, balón en mano, por un premio que en otra ciudad española sería alucinante: unos billetes de tren para cualquier destino. Los chavales, claro, como locos. Casi puedo ver al ganador en la cama esa noche, apagando la luz de la mesita y girándose al fin, terriblemente cansado después de un día lleno de emociones, para echarse a dormir. Soñando con el maravilloso viaje que le esperaba sin saber, pobre de él, que en realidad lo único que podrá hacer será un desesperante trayecto hasta Sevilla, una ruta suicida a Madrid o un bonito paseo, por caminos de cabras, hasta Zafra. Sin tener ni idea, el chaval, de que desde aquí no se puede ir decentemente a ningún sitio, de que tampoco se puede venir y, lo que es peor, de que por eso son muy pocos los que quieren volver.

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