Relatos de verano

Nerea / Riesco

Ni colorín, ni colorado (VI)

LUZ pasó todo el día leyendo y releyendo su vida en verso y por la noche le resultó imposible conciliar el sueño. Aquellos poemas románticos y pasionales le incendiaron el ánimo; jamás se había sentido así. En su mente se mezclaban los recuerdos inocentes de aquel niño al que enseñó a leer y que jamás le rozó una uña o un ojal, ni siquiera una hebilla o una manga, con la cálida imagen de monsieur Farrugia que comenzaba a fermentarse en sus entrañas. Sus cabellos ondulados, el color meloso de sus ojos tristes, los huesos largos de sus piernas… Desesperada, se abrazó al libro para aspirar el aroma a tinta y piel bien curtida imaginando que era monsieur Farrugia quien se refugiaba en su pecho. Gracias a eso pudo al fin dormir un poco.

A la mañana siguiente, Luz desayunó en el saloncito rosa la misma taza de té con dos terrones de azúcar de todos los días sin que su sonrisa de Mona Lisa despertara la más mínima sospecha en su marido. Él leía el periódico mientras protestaba por la dichosa Exposición Universal que estaba atochando la ciudad de chinos y comerciantes de fruslerías. Luz esperó pacientemente a que terminara de lanzar los habituales exabruptos y que se levantara de la silla para acompañarle a la puerta. Le ayudó a colocarse el sombrero y le dijo adiós tras la ventana, tal y como él exigía. Después subió a su alcoba y se vistió sin prisas, repasando cada detalle de su atuendo, acomodándose el cabello, eligiendo los pendientes, el perfume de violetas… una vez estuvo lista, salió de la casa y se dirigió a Ni colorín, ni colorado no muy segura de lo que iba a hacer.

Monsieur Farrugia estaba solo aquella mañana. Cuando se abrió la puerta de la tienda y la vio entrar tuvo un presentimiento de dicha.

Pero venís y es seguro y venís con tu mirada y por eso tu llegada hace mágico el futuro

No hizo falta nada más. Se acercó hasta ella caminando muy despacio, le dio la vuelta al cartel de Abierto-Cerrado y echó la llave. Después la cogió de la mano guiándola despacio por los recovecos de la librería hasta llegar a la estantería de los poetas malditos a través de la cual se podía acceder directamente a su al coba. Una vez allí, monsieur Farrugia la besó en la boca, primero dulcemente y después como si el mundo estuviese dando los últimos coletazos de su existencia. Luz sintió una oleada de sangre caliente recorriendo sus venas y comenzó a desabrochar la camisa de él con los ojos cerrados, como si algo superior a ella le estuviese indicando el camino a seguir hasta que llegó el momento en el que la piel de ambos fue lo único que les cubría.

Viajó moroso y sabio por el vientre se conmovió con valles y colinas se demoró en el flanco y su hondonada que siempre era su premio bienvenido

Se buscaron, se lamieron, se acariciaron en lugares secretos, entraron y salieron el uno del otro hasta que terminaron convencidos de que serían capaces de reconocer el olor del otro entre mil personas más. Luz intento entonces explicarle los motivos que le empujaron a casarse con aquel hombre al que no amaba, pero no encontraba las palabras, y monsieur Farrugia tampoco quiso ayudarle a buscarlas. Después se quedaron en silencio, abrazados, mientras la luz del día se iba diluyendo. Entonces ella tuvo que aceptar la realidad de su vida y comenzó a vestirse.

Toda la prisa del mundo no le sirvió para llegar a tiempo. Cuando entró por la puerta de su casa su marido estaba ya allí, esperándola.

-¿Dónde estabas, zorra? -le gritó caminando hacía ella con los ojos inyectados en sangre.

Pero antes de Luz alcanzase a responder, descargó sobre ella un puñetazo que la lanzó directamente contra la pared, derribándola. En ese recorrido ella perdió uno de sus zapatos y su pequeño bolso de mano, que se abrió desparramando todo su contenido por el suelo del salón. Entre el espejito, el monedero y la llave de la casa, también cayó una nota que monsieur Farrugia había deslizado allí sin que ella se diese cuenta. El marido de Luz la cogió y empezó a leerla.

Hay que volverse sordo y mudo y ciego, sordo de amor, de amor enmudecido, ciego de amor. Olfato, gusto y tacto quedan para alejar la muerte y para hundirse en la mujer, en esa ola que es tiempo y lengua y brazos y latido, esa mujer descanso, mujer césped, que es llanto y rostro y siembra y apetito, esa mujer cosecha, mujer signo, que es paz y aliento y cábala y jadeo

Mario

-¿Quién es ese Mario? ¡Contesta! -exigió su marido.

Pero Luz no respondía. Y entonces él se llenó de ira. La agarró por los cabellos y la levantó en vilo. La llevó a rastras escaleras arriba sin importarle en absoluto el gesto aterrorizado de las sirvientas que se apartaban al paso del matrimonio con las manos en la boca, sujetando un gemido. Llegaron al desván y allí la lanzó con fuerza, como si se tratase de bolsa de basura, inconmovible ante el rostro tumefacto y al hilillo de sangre que surgía de la nariz de su esposa. Cerró la puerta dando un portazo y echó la llave por fuera.

-No volverás a ver el sol hasta que no me digas quién es ese Mario -le escuchó decir a su marido un segundo antes de perder a conciencia.

Mario Farrugia pasó dos días angustiado antes de dirigirse a la casa de Luz. Esperó escondido a la izquierda del roble a que su marido saliese a trabajar y entonces llamó a la puerta. La muchacha más joven del servicio abrió.

-Venía preguntando por la señora -saludó con la sonrisa más amable que pudo encontrar, y continuó hablando mientras se esforzaba en echar una ojeada al interior de la casa por encima del hombro de la criada-. Encargó unos libros y…

-La señora no puede recibir a nadie -explicó con la mirada baja-. Usted es el dueño de Ni colorín, ni colorado, ¿no es cierto? Voy todas las tardes a escuchar sus historias. Yo también tengo una, ¿se la cuento?

-Pues…

-Se trata de la historia de una dama en apuros encerrada en el desván por su terrible marido -le dijo con gesto cómplice- pero usted es mejor que yo para los cuentos. ¿Le encontrará un final a éste?

-Eso no lo dude -aseguró él lleno de rabia.

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