La cola de las vacunas

El ritmo de la vacunación refleja el reparto de la riqueza y de la pobreza en el planeta

Todavía tengo en mi boca el sabor agrio que me produce saber que hay gente tan mezquina que se cuela en la cola de las vacunas por encima de los ancianos vulnerables y los sanitarios apostados en la primera línea de la batalla contra la Covid-19. Yo, que no soporto que nadie se cuele ni en la cola del cajero o del pescado, que aborrezco el uso del privilegio, el nepotismo y el favor, siento que me nace una náusea densa en el centro de las entrañas al contemplar cómo el cargo o la posición se utilizan, precisamente, en perjuicio de los más débiles, estando en juego algo tan importante como la salud. Creo que el número de los que alguien ha venido a llamar los vacunajetas ya debe de subir de 700, una cifra vergonzante que podríamos considerar indicador de incidencia acumulada del egoísmo humano, a catorce o menos días. Qué fatiga más grande.

Y qué fatiga más grande, también, ver que, en esta escalada de ansiedad por la vacuna, cuando ampliamos la mirada, todos somos de alguna forma igualmente egoístas. Mientras los países europeos luchan por hacerse con el mayor número de dosis posibles, el que las fabrica pretende quedarse con todas para él en un arrebato de nacionalismo científico, y otros se cuelan en la lista pagando más y negociando bajo cuerda con el gran imperio de las farmacéuticas. Se ve que los países son muy parecidos a las personas. En el día de hoy el mapa mundial de la vacunación que ofrece la web Our World in Data, con sus zonas azul oscuro frente a sus espacios en blanco, me estremece. El ritmo de la vacunación en el mundo es la imagen misma del reparto de la riqueza y de la pobreza en el planeta: es el retrato de Dorian Gray en el que se mira una humanidad que ha naturalizado la injusticia y la desigualdad. Y esto no es solo un problema de éxito político o económico. Un joven europeo sano y fuerte se vacunará antes que un anciano o una enfermera africana y eso es, nos pongamos como nos pongamos, un enorme fracaso moral para nuestra civilización. Una vez más la globalización demuestra que solo ha servido para distribuir miseria y, una vez más, el hombre tropieza en la misma piedra: igual que no puede haber bienestar para unos, si no hay bienestar para todos, no puede haber salud para unos si la pandemia no se controla en todas partes. A algunos esta afirmación les parecerá peligrosamente trotskista y, a otros, les parecerá propia de la inocente madre Teresa de Calcuta. No por ello deja de ser cierta. Mientras globalizábamos el consumo, la producción a destajo, la contaminación y los salarios basura, nos olvidamos de globalizar la educación, la sanidad y la ciencia. Llegados a este punto, solo estas tres cosas nos pueden salvar a todos del desastre.

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