La ciudad invisible

Hay que visibilizar la labor que muchas organizaciones hacen en favor de las personas menos afortunadas

El escritor y farmacéutico Manuel Machuca, buen conocedor de las miserias que van percutiendo casi desde su creación la débil estructura social y económica a las Tres Mil, le señalaba a Luis Sánchez-Moliní como una de las causas de su progresiva degradación la ausencia de mezcla de clases sociales, de manera que no existe en el barrio un modelo o referente al que los vecinos puedan emular en la búsqueda de un futuro mejor.

Por las ventanas del centro que la Fundación Proyecto Hombre mantiene abierto desde hace veinte años junto a la Basílica del Cachorro entra a primera hora de la mañana una luz alegre que delimita los perfiles de esa otra ciudad que se levanta luminosa al otro lado del río, la que habitamos con una cotidianidad nunca bien apreciada los afortunados que no hemos tenido que conocer los sótanos más oscuros de la vida. Es la misma, bulliciosa y comercial, que contrasta con los rostros curtidos y esperanzados de esas madres que todos los días deambulan por su despejado patio ansiando sacar a flote a aquel hijo que, no tan distinto a nosotros (porque aquí nadie está libre de pecado), anda hundido en el pozo hondo de las adicciones.

Y escuchando las historias que me contaba su director y alma máter, Paco Herrera, sobre la vida del centro y las historias tremebundas que allí se albergan, de tantos como han pasado por las manos de sus numerosos profesionales y voluntarios, afortunadamente muchos de ellos recuperados para la vida con mayúsculas, recordaba la referida entrevista del domingo. Cómo en un espacio tan reducido, en cualquier lugar de la ciudad, puede uno transitar desde la tranquilidad de nuestro confortable mundo a la amargura de una vida sin porvenir; cómo en sitios por los que diariamente pasamos, en el coche, en el autobús, incluso andando, pero no vemos, hay otra ciudad invisible de la que nada queremos saber.

Por eso es tan importante visibilizar la labor que estas organizaciones, de cualquier credo o religión, incluso aunque no haya ninguno, hacen a diario en favor de personas que, por las razones que sean, no han tenido ni la suerte ni las oportunidades de otros; y apostar por modelos eficientes de gestión que impliquen a las administraciones competentes con quienes tienen demostrado desde hace años su buen hacer. Lo propio, en fin, de una sociedad moderna y solidaria, más allá de los innegables atractivos que se le presumen.

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