Es un día de 1980, quizá 1981. Estoy en el coche, en un semáforo, esperando que se ponga en verde. Como siempre, llevo la radio puesta. Como siempre, es Radio 3. No estoy prestando demasiada atención, pero de repente oigo algo que me gusta. Subo el volumen. "Me asomo a la ventana eres la chica de ayer". El semáforo se pone verde. Arranco. Me meto en una avenida. "Mi cabeza da vueltas persiguiéndote". ¿Quién canta eso? Las guitarras son buenas, la voz es sugerente, los coros están bien hechos. En general no me gusta el rock en español. Es un prejuicio estúpido, lo sé, pero no puedo superarlo. Y aun así, esa canción me parece condenadamente buena. "Mi ca-ca-ca-beza da vueltas…" Me pierdo por la avenida, me meto en la maraña del tráfico, pero la canción no se va. Sigue dando vueltas. Sigue persiguiéndome.

Algún tiempo después me entero de más cosas. El grupo se llama Nacha Pop. La canción es Chica de ayer. En algún sitio encuentro un álbum suyo. Lo que escucho no me convence demasiado, pero la canción me sigue pareciendo inmejorable. Llegan otros álbumes, pasan los años, y me sigue ocurriendo lo mismo: Nacha Pop no me interesa, pero mi cabeza se pone a dar vueltas cada vez que escucho Chica de ayer. Un día, ya no sé dónde, en un aeropuerto o en un centro comercial, oigo unos acordes que me suenan. Una letra en inglés dice algo que me resulta familiar: "The girl from yesterday". Tardo un poco en reconocer la canción que me atrapó en aquel semáforo, a comienzos de los años 80. Y por fin, cuando vuelvo a casa, consigo averiguar que es una versión en inglés de Chica de ayer. El grupo que la hace se llama Gigolo Aunts. Me gusta ese nombre, porque es una vieja canción de Syd Barrett. Otro homenaje merecido.

No sé si Chica de ayer es la mejor canción del pop español de los años 80, ni creo que eso importe mucho. Lo único que cuenta es que es una gran canción. He leído que Antonio Vega la compuso muy joven, en 1976, en Valencia. Después, por alguna razón, nunca logró componer nada igual. Lo he consultado con mis amigos músicos, y todos me han dicho lo mismo: bueno, hizo otras cosas que no están mal, pero ésa fue su canción, sólo ésa. Así que Antonio Vega tuvo que cargar con la misma maldición que sufrió James Joyce tras escribir Los muertos con algo menos de 25 años: por mucho que escribiese, nunca volvería a escribir nada igual. Y eso mismo le pasó a él. Tenía veintipocos años y ya era, para siempre, el chico de ayer.

En estos últimos años, Antonio Vega estaba tan demacrado que parecía un personaje de una película mala de terror. Todo el mundo sabía que tenía problemas con las drogas. Hace unos años lo vieron con su novia en la recepción de su discográfica, componiendo una canción sobre la marcha para cobrar el cheque e irse a saldar deudas o a comprar jaco. Los promotores desconfiaban de él. Cancelaba conciertos, no comparecía o, si lo hacía, se subía al escenario, se sentaba en un taburete, se ponía a mirar al suelo y daba todo el concierto sin apartar la vista del mismo sitio: una mota de polvo, el nudo de un cable, la juntura de los tablones de la tarima, lo que fuera. Su voz ni siquiera llegaba al susurro. Desde hace años, su discográfica tenía preparado el disco póstumo que iba a lanzar al día siguiente de su muerte. Bueno, llegó el día. Ya pueden lanzarlo. Nuestra ca-ca-cabeza seguirá dando vueltas en un semáforo.

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