La otra cara de Tabarnia

Tabarnia está muy bien como desahogo, pero no responde a la realidad de un problema enquistado y muy complejo

El despropósito del denominado procés, que dura ya más que una serie pretenciosa de Neflix, va por el enésimo capítulo y amenaza con no tener fin, como es obligación en todo buen guionista que se precie. Golpes de opereta, candidatos en fuga, presidiarios beatones que suplican clemencia, niñas pijas pisando fuerte, activistas de piercing y foulard transformadas en agradables empleadas de bancos suizos, entrenadores displicentes con lacito… Y ruido, mucho ruido. A este disparate político y social correspondió desafiante y respondón el celebrado movimiento Tabarnia con el irreverente Boadella a la cabeza, trasunto españolista y guasón contra las insufribles veleidades secesionistas. Hasta ahí, nada que objetar.

Lo que no tiene tanto recorrido, o al menos a mí así me lo parece, es utilizar el legítimo y hasta saludable recurso al humor contra la ira como punta de lanza de la contraofensiva del Estado, como se desprende de la actitud de algunos. Nos guste más o menos, el catalanismo como sentimiento de pertenencia con un marcado carácter indentitario, podríamos decir nacional, es algo contrastado y consolidado en la sociedad catalana que tiene su reflejo (la a veces olvidada asimetría) en la ventajistamente invocada Constitución del 78. No es, como erróneamente se suele repetir, algo de ayer por la mañana inventado por el estado autonómico, aunque sí potenciado por éste con la ayuda inestimable del propio Estado central, el mismo que gobernado por los dos grandes partidos de derecha e izquierda no se ha cansado de cebarlo a base de cesiones y regalías, como el criticado proceso de normalización lingüística que ahora no sabemos cómo desactivar.

Por eso, Tabarnia está muy bien como desahogo simpático y eficaz ante tanta miseria política y moral que desprende la política catalana, pero no responde a la realidad de un problema enquistado y muy complejo, por mucho que varios cientos de personas cojan la calle envueltos en sus banderas cantando por Manolo Escobar, y personajes de distinto pelaje se sumen al carro del discurso fácil a favor de corriente.

Los que, con Ortega, apenas aspiramos a sobrellevar con resignación el tema catalán, recelamos de movimientos que, pasados de rosca, a la larga más que sumar restan, así en Lérida como en Tarragona. Más o menos, la misma distancia que hay entre el humor oportuno e inteligente y una vulgar payasada.

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