La tribuna

Andrés Ollero Tassara

Sobre la cadena perpetua

EL debate sobre la posible instauración de la pena de cadena perpetua resulta bastante previsible. Los contrarios a ella encuentran sólido apoyo en la propia Constitución, cuyo artículo 35.2 establece con claridad que "las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social" del delincuente. Dar por hecho que alguno de ellos no será susceptible de particular mejora suena más a vengativa descalificación que a riguroso pronóstico.

La réplica suele acogerse al derecho comparado, para proponer una cadena perpetua sometida a periódicos procesos de revisión. Esto permitiría no cerrar del todo la puerta a los objetivos constitucionales. Claro que la respuesta no suele tardar: si hay revisión, no es perpetua. Ahí parece acabar todo.

Quizá cupiera añadir aún dos argumentos al debate. Por una parte, entender que la cadena perpetua sometida a revisión no es tal nos podría llevar a admitir que ninguna pena lo acaba siendo. Todas ellas se cumplen en un régimen penitenciario que, fiel a los objetivos constitucionales, contempla grados que relajan notablemente la privación de libertad, cuando no llegan a convertirla en casi simbólica. Buena prueba de ello es que la reivindicación del cumplimiento íntegro y efectivo de las penas se ha convertido en un tópico más del debate político.

Por otra parte, quizá haya un exceso de fe en el sistema penitenciario cuando parece darse por hecho que el cumplimiento efectivo de una pena de duración predefinida garantizaría la reeducación o reinserción. Es obvio que no es así y la imagen del terrorista que rechaza todo arrepentimiento y pasea entre los familiares de la víctima no merece demasiado amparo. Se nos dirá que la Constitución "orienta" hacia determinados fines el cumplimiento de las penas, sin pretender ni por asomo condicionarlas a un resultado. Los defensores del rigor extremo sometido a revisión podrían quizá plantear si no cabría, en crímenes que producen particular alarma social, establecer penas que sí contemplen el efectivo logro de sus medicinales objetivos.

El debate es sin duda interesante y además asombrosamente real, en una sociedad en la que a estas alturas no parece debatirse nada, porque ya se encargan los desmesurados rifirrafes mediáticos de acabar con la afición. Aquí surge precisamente la cuestión que personalmente más me preocupa. Cuándo se clama por la cadena perpetua y quién suele ser el portavoz.

Es obvio que la Constitución ha marginado un planteamiento retributivo de la pena: "El que la hace la paga", para entendernos... Sólo implícitamente se dará por hecho que el reproche social que determinadas conductas merezcan, o la alarma que su frecuencia pueda ocasionar entre los ciudadanos, deben verse reflejados en la cuantía de la pena, sin perjuicio de las consecuencias que de sus virtudes reinsertadoras cupiera luego apreciar. Lo del "ojo por ojo" aparece más bien como síntoma de barbarie. Es paradójicamente muy de agradecer que nos lo recuerden desde países a los que consideramos incivilizados y fanáticos, en los que a la mujer que fue cegada con ácido se le reconoce el derecho a hacer lo propio, con obvia dificultad, derramándolo ella misma en los ojos de quien la agredió.

Lo políticamente correcto será afirmar que esas cosas no pasan por aquí, pero la cruda realidad nos llevaría a sugerir que no por falta de ganas. Si la terrible lacra de los atentados terroristas suele encontrar como eco que algún bárbaro exija el restablecimiento, afortunadamente inconstitucional, de la pena de muerte, los crímenes que convulsionan en mayor medida a la sociedad parecen exigir recogidas de firmas destinadas a satisfacer reivindicaciones más emocionales que apoyadas en argumentos susceptibles de discusión. Dado que los medios tienden a apoyar la jugada, a ver quién es el guapo que se desmarca del referéndum.

Durante años se ha clamado, con toda razón, por la necesidad de contemplar a las víctimas como un factor central de la lucha contra la delincuencia. Me temo, sin embargo, que se está dando paso a una paradójica victimología. Si a algunos ciudadanos (dejemos al margen a los políticos, por razones fácilmente imaginables, que no son del caso), acusados con mayor o menor fundamento de conductas rechazables, se los somete mediáticamente a "penas de banquillo", incompatibles con nuestro acendrado garantismo y la constitucional presunción de inocencia, a más de una víctima se le acaba sometiendo a una "pena de plató" que afecta gravemente a su dignidad. Que quien ha sufrido en propia carne la barbarie no se halle en las mejores condiciones para mantener la mesura y ecuanimidad que exigen debates sobre política criminal es fácilmente comprensible. Que haya quien provoque y explote su desahogo, tan comprensible personalmente como poco edificante socialmente, parece una innecesaria crueldad que añadir a la ya tan injustamente sufrida.

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