La buena vida

Cunde la idea de que muchos descontentos, diluidas las barreras ideológicas, están jugando con fuego

Habituados como están a una inestabilidad crónica que no ha impedido que el país, pese al prolongado estancamiento del que hablan los economistas o las marcadas diferencias entre territorios, figure desde hace décadas entre los más prósperos y desarrollados del mundo, los italianos son un pueblo poco impresionable en lo que se refiere al continuo trasiego de gobernantes que llegan y caen a velocidad de vértigo. De hecho su caso, aunque excepcional, es a menudo invocado para argumentar que en el fondo no importa tanto quiénes ocupen las máximas magistraturas, lo que podría ser relativamente cierto siempre que no accedan a ellas, como ha ocurrido estos días, políticos oscuros y más que inquietantes que tal vez acaben convirtiendo a su ya remoto predecesor el indescriptible magnate televisivo -parece que de nuevo habilitado, y deseoso de sumarse a la fiesta- en un razonable hombre de Estado.

El lógico descontento ante la gestión de la crisis y su brutal incidencia en los sectores más desfavorecidos han creado monstruos en todas partes. Hay razones objetivas que explican un malestar al que ni los partidos tradicionales ni las instituciones comunitarias, cuyo crédito se sitúa bajo mínimos en amplias zonas del continente, han sabido dar respuesta. No extraña que aumenten los seguidores de las opciones que niegan los beneficios de la Unión o rechazan las directrices de los organismos internacionales, pero cunde la idea de que muchos de aquellos, diluidas las barreras ideológicas, están jugando con fuego. Austria, Polonia, Hungría o la República Checa proponen cerrar las fronteras a la inmigración y en Italia, que tampoco ha encontrado demasiada solidaridad en otras naciones europeas, las nuevas autoridades han anunciado expulsiones masivas. "Se acabó la buena vida", les ha dicho el flamante ministro del Interior y hombre fuerte del Gobierno a los inmigrantes que no se ahogaron en el camino.

Cargadas de desprecio, esas y otras declaraciones, que por ejemplo cuestionan o criminalizan el trabajo de las organizaciones humanitarias, desprenden un hedor insoportable que no parece ahuyentar a los desnortados socios de la galaxia alternativa. El pacto en teoría insólito entre la vieja nueva izquierda -o como queramos llamar a esa confusa amalgama de ideario incierto- y la derecha ultranacionalista de toda la vida, ya no formalmente periférica ni secesionista pero más xenófoba que nunca, no puede sorprender a los españoles y demuestra que la insospechada alianza no es una singularidad de nuestro paisaje político ni tiene su explicación, como tantas veces se ha dicho, en la anomalía histórica del franquismo.

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