Lo bello

Donde otros ponen el énfasis en el talento, hay quienes preferimos celebrar el gusto por la tarea bien hecha

La otra tarde contaba el maestro Socas la cómica anécdota, contenida en las memorias de un clasicista oxoniense de los años treinta, del profesor que en el preliminar de su conferencia reiteraba las afirmaciones de modestia -en realidad yo no sé nada, no crean que por estar ustedes ahí sentados y yo a este lado de la tarima, etcétera- ante un auditorio formado por obreros a los que se dirigía en actitud condescendiente. Hasta tal punto se excedía el hombre, tratando de captar la benevolencia de su público, que uno de los presentes, sin duda irritado por el largo preámbulo, se levantó y le dijo a voz en grito: ¡Pues se le paga para que sepa! Hablábamos de la humildad y es claro que esta, bien entendida, excluye no sólo la afectación impostada -de garabato, dice la frase hecha- sino también una insistencia que aplicada a uno mismo puede tener efectos, como prueba el ejemplo, contrarios a los deseados. Del mismo modo que homo o humanus, el término latino humilis proviene de humus, tierra o suelo, y tiene como significado primordial esa condición terrena -en sentido peyorativo, aplicado a personas bajas, serviles, literalmente rastreras- que se opondría después a la celeste, propia de la divinidad e inaccesible a los mortales. Fueron los cristianos, bien entrada la Era, quienes la definieron como virtud contraria a la soberbia, no en vano antes de convertirse en la religión del Imperio la nueva fe se dirigía a los desheredados, a esos miserables últimos que de acuerdo con la advertencia del Evangelio habrán de ser los primeros. Frente a los discursos elevados, por otra parte, el sermo humilis de la antigua retórica definía un registro más coloquial y menos elaborado -pero no menos correcto- que los lectores contemporáneos, por lo general, preferimos a las ampulosidades del grand style, aunque ni este presupone amaneramiento ni aquel, como parecen pensar los que alardean de llaneza, equivale a un decir descuidado. Recordaba el mayor pedagogo de nuestra literatura, Juan de Mairena, el hermoso adagio castellano, nadie es más que nadie, pero esa verdad universal no impide ver que en todos los niveles de la escala existe gente comprometida con su trabajo y otra que medra o trampea o elude sus responsabilidades. Donde otros ponen el énfasis en el talento, palabra fetiche de nuestra época, hay quienes preferimos celebrar el gusto por la tarea bien hecha. No sólo porque les paguen, los sabios deben saber y los artesanos estamos obligados -en alemán, escribe el filósofo y ensayista surcoreano Byung-Chul Han, schonen, "tratar con cuidado", está emparentado etimológicamente con das Schöne, "lo bello"- a ser dignos del oficio elegido.

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