Lo peor del proyecto de ley que ha presentado el Ministerio de Igualdad, a través de su titular, Irene Montero, no es el contenido en sí mismo, sino esa forma, entre adolescente y desenfadada, de enfocar asuntos verdaderamente serios, donde entran en colisión valores como la libertad, la salud o nada menos que el derecho a la vida. El aborto, se mire como se mire, representa siempre la historia de un fracaso, y más allá del interminable debate sobre su permisividad, más ética que legal, deja el desagradable rastro de la derrota, por mucho que desde cierto feminismo posmoderno en auge se nos quiera vender a toda costa como un triunfo.

Personalmente no estoy a favor del aborto libre, más por una cuestión de responsabilidad que por otra cosa, pero sí creo que, como en todos los países de nuestro entorno, es un tema que debe estar regulado, para lo bueno y para lo malo. Y me gusta leer y escuchar las razones de quienes, desde otras perspectivas también interesantes (la de Carmen Camacho ayer en estas líneas, sin ir más lejos), justifican su tratamiento legal, pues es evidente que no todos los casos son iguales, y bajo el rico manto de la rectitud y las buenas costumbres no pocas veces se esconde la doble vara de medir de la hipocresía.

Lo curioso de la variante española es que era este un asunto aparentemente solventado, que tampoco parecía estar en los primeros puestos de la lista de problemas de los ciudadanos. Así lo parecía con la ley de supuestos del 85, o incluso con la de plazos de 2010, que ni siquiera un PP con mayoría absoluta se atrevió a tumbar, dejando en la cuneta aquel proyecto mucho más restrictivo de Ruiz-Gallardón, endosándole el problema vía recurso al Tribunal Constitucional quien, por cierto, todavía no ha dictado su sentencia… ¡doce años después!

Ahora, cuando el país se encamina a una nueva crisis de deuda y problemas de todo tipo surgen por doquier, aparece sonriente y pizpireta la ministra, como quien se ha escapado de una clase de Bachillerato, para anunciarnos como si tal cosa que a partir de ahora cualquier muchacha de dieciséis años podrá abortar sin el permiso paterno. ¿De verdad se ha discutido el tema en el Gobierno con la seriedad que un asunto de esta gravedad requiere? Si no fuera por la ristra de frustraciones y desengaños que pueden derivarse de decisiones como esta, sería para mandarla de vuelta directamente al instituto.

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