La banalidad del dolor

Es penoso, repulsivo y cabreante obviar o retrasar medidas para combatir el virus

En especial, cuando las cosas no van bien, como ahora con la pandemia, es prudente acogerse a la máxima de vivir al día y a procurar atender solo a lo que podamos controlar. Es una manera de evitar o, al menos, de reducir la angustia que pueda invadirnos ante un panorama adverso. Pero siendo eso beneficioso, no impide que nos enteremos de que existe una realidad hostil que se resiste a abandonarnos y que nos dibuja un futuro incierto. Esa persistencia malvada de la situación puede llevarnos, como mecanismo de defensa, a un acostumbramiento que nos haga inmunes al dolor y a sentir como irrelevantes las cifras que cada día nos informan de la cantidad de contagios, de muertes, de hospitalizaciones o de las pérdidas económicas, entre otras. Hannah Arendt, a raíz de presenciar en Jerusalén el juicio al nazi Eichmann -un ser corriente como tantos otros, en las que una de sus tareas consintió en organizar con la mayor eficacia el traslado de miles de personas a los campos de concentración para su aniquilación- acuñó la expresión de la banalidad del mal, porque el acusado no mostraba ni dolor, ni arrepentimiento, ni destilaba antisemitismo, porque estaba convencido de que, sencillamente, se limitaba a cumplir con su deber y a hacer su trabajo lo mejor posible. Ahora, en estas circunstancias, deberíamos pensar que con lo que viene ocurriendo no podemos caer en la banalidad del dolor, como si este tuviera que ser únicamente para quien le toque, en un allá quien sea y que se las arregle como pueda. En esta tarea de prevención para no sucumbir a esa insustancialidad debemos estar todos, desde la clase gobernante hasta cada uno de nosotros de manera individual, pasando por profesionales, empresas y el sinfín de sectores que constituimos las sociedades. Un reciente informe de la Universidad de Washington, predice que, de aquí a mayo, en España aún fallecerán unas 50.000 personas más por la Covid-19. Pero a las que habría que sumar muchas otras que lo harán por la gran presión asistencial que tenemos. Por eso, no sé si decir que resulta penoso, que produce repulsa o, por qué no, cabreo, cuando somos testigos de un gobierno de España sumido en cómo satisfacer sus intereses partidistas, obviando o retrasando medidas para combatir al virus, sin ofrecer ayudas directas a sectores gravemente afectados en su economía, y de cómo -hay que ser claros- vemos a gente sin cumplir con las medidas de seguridad. Quizás, lo apropiado sea decir todo, que es penoso, repulsivo y cabreante.

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