Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Un asesino

EL hombre que nos mira desde la fotografía es el prototipo del odio y la vileza. La Policía lo acusa de matar y violar a una niña de tres años, hija de su compañera sentimental. Su mirada es cabizbaja y huidiza, su gesto hostil, su boca torva y despreciativa. Un agente de la Policía, cuyo rostro ha sido reglamentariamente desfigurado, retiene el brazo del malhechor a la altura del codo. Lo retiene con ambas manos, como si todo el esfuerzo por prevenir la reacción colérica y violenta de un individuo tan despreciable fuera poco. El tipo anda por los treinta años; viste un jersey a la caja y gasta esa barba corta e inquietante que llevan todos los detenidos cuando abandonan la celda de la comisaría camino del juzgado. Yo siempre me he preguntado por qué razón todos los detenidos tienen rostros de culpables en la fotos policiales; nunca he llegado a saber cómo se produce y en qué momento esa horrible metamorfosis, cómo el rostro confortable y anodino de un hombre inocente se transforma en pocas horas en el de un asesino repugnante con el pelo revuelto, las comisuras desfiguradas y los ojos airados.

Cuando el fotógrafo lo retrató, nuestro hombre era uno de los sujetos más odiados de España. El crimen que le atribuían era tan horrendo que era imposible un gramo de piedad o de clemencia. Su gesto esquivo y medroso era un fiel retrato de un asesino horrible y sin remisión, uno de esos tipos que la gente de buen corazón lincharía sin pensárselo dos veces. De hecho, cuando el sábado salió en televisión alguien comentó: "A ése hay que ponerle una bomba. Ésa es la justicia que tendría que haber en este país". Una bomba, la justicia. Otras gentes también de buen corazón, pero ligeramente más piadosa y un poco más razonable, en vez de un explosivo y ¡bumba! estaría dispuesta a exigir la pena de muerte, a suscribir escritos para reclamar la implantación de la pena capital para los asesinos y violadores de niños. Lo más misericordiosos reducirían su indignación a implantar la cadena perpetua. De hecho, siempre que ocurre uno de esos crímenes terribles, hay gente dispuesta a firmar lo que sea.

Los gobiernos, ante campañas mediáticas de ese porte, acaban muchas veces plegándose y aceptan endurecer los códigos no mediante un largo proceso reflexivo sino a golpe de crimen popular, como si fueran lectores de El Caso. El error es mayúsculo en todos los órdenes, sobre todo en el orden ético, cuando se legisla así.

En el caso del hombre de la foto el yerro es aún más tremendo, pues el sábado, horas después de su llegada al juzgado, fue puesto en libertad por falta de pruebas. Un forense confundió las lesiones de la niña. Me pregunto si la gente de buen corazón será capaz de olvidar su rostro de asesino.

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