El civismo es considerar a los demás. Es un artefacto humano que nos diferencia del resto de animales terrícolas, entre los que impera el instinto y la ley del más fuerte, pero que, a pesar de ese imperativo natural, da lugar a convenios gregarios de orden y respeto. Aunque sean jerárquicos y en apariencia poco compasivos. A diario asistimos a comportamientos gentiles -más silentes-, y a otros ineducados y abusivos. Es menos despreciable la mala educación de quien no tuvo acceso a ella que la de aquellos que sí la tuvieron, para su suerte. Lo cual resulta más infumable cuando se hace gala de unas maneras que no son más que imposturas de refinamiento; falsa educación.

Es un bálsamo social y un ingrediente básico de la convivencia decir por favor, gracias y de nada, aunque sea como automatismos higiénicos. Pero resultan insufribles esas expresiones entre quienes, en realidad, no solicitan una venia, ni agradecen nada, ni corresponden al agradecimiento. Sino que van a su puto rollo, oliendo a la colonia espesa de la educancia, de la falta de verdadera consideración. Ignorando a los más débiles, más allá de la limosna. Quién no se comporta incívicamente de vez en cuando, algunos días más que otros, y tira papeles al suelo. Pero -qué debilidad de perdedor- el quid es si le acaba pesando en la conciencia lo mal hecho. Cuántas veces piensa uno si haber educado a tus hijos en la amabilidad franca hacia los demás no los habrá hecho perdedores, frente a los criados en el "pégale tú, no seas débil; trinca cuando puedas, si no, lo hará otro". Igual es cierto que a cada cerdo le llega su San Martín, pero, en tanto que ese santo llega, los espabilados van apestando la convivencia. Quizá conozcan a algún verraco macho o hembra al volante, ensuciador nato en las aceras -su casa, oro en paño- o granuja en las colas que, recién llegado de una ciudad centroeuropea adonde las malas formas públicas son objeto de censura, relata, como con envidia: "Todas las calles, limpísimas, la gente no grita, nadie toca el claxon, todo el mundo espera su turno; una maravilla, ¡igualito que aquí!".

Por donde vivo, una mujer parapléjica lleva y recoge a sus hijos a diario -haga calor o llueva- al colegio: los pequeños caminan, la madre los acompaña en una silla de ruedas con motor, con decidida y desacomplejada actitud. Probó a llevarlos en su coche adaptado, pero día tras día otros padres usurpaban las plazas reservadas a los minusválidos. "Ay, lo siento, ha sido un minutito". La vida puede ser eterna en cinco minutos. La eternidad que va desde ser educado a sólo impostar serlo.

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