Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

La antigente

Hasta ahora acusaban cierta marginalidad. Nadie les hacía caso. Ahora tienen altavoces y representación parlamentaria

Han existido desde antiguo. De hecho, constituyen una raza resistente, dotada de una asombrosa capacidad de adaptación. Por lo general, son susceptibles. Confunden los buenos consejos con lecciones intrusivas. No soportan la instrucción ni que les digan lo que tienen que hacer, pero jamás aportarán un grano de arena a la causa justa ni a la dirección correcta. Seguro que usted, lector, tiene ya algunos ejemplos en su cabeza. Son altivos y en un porcentaje notable malhumorados. No dan un palo al agua, tienen las mismas inquietudes de una maceta de plástico y no se puede esperar nada bueno de ellos, pero están convencidos de que tienen el mismo derecho de todo el mundo a su trozo del pastel imaginario que late permanentemente en sus cabezas. Philip K. Dick los describió como androides, Stephen King como vampiros, pero hay muchas representaciones válidas. No han cogido un libro en su vida y son hinchas a muerte de sus equipos, pero esto lo de menos. Dado que son incapaces de dar fruto, de prosperar, de devolver algo a la sociedad en la que viven como parásitos a punto de reventar, se dedican a esperar la mínima oportunidad para armar alboroto, quemar contenedores y asaltar locales. Nietzsche advirtió contra ellos y condenó al socialismo y al cristianismo por darles coartada. No dan más de sí.

Son bien conocidos en sus barrios y en sus familias. Hasta ahora acusaban cierta marginalidad: se dedicaban todo el rato a proferir amenazas, pero nadie les hacía caso. Hasta que las redes sociales les sirvieron en bandeja el altavoz perfecto y los populismos les otorgaron la representación que llevaban décadas esperando. Ahora tienen modelos reales a los que aferrarse, parlamentarios que apelan directamente a sus bajos instintos para hacerles comprender que no están solos, que no pasa nada si son racistas, nacionalistas, intolerantes o machistas, que tienen quienes defiendan esos valores en el Congreso, lo mismo aquí que en Francia o en EEUU. Existe una relativa preocupación sobre si son de extrema derecha, independentistas o de extrema izquierda, pero es indiferente: son tarados, ineptos convencidos de que su indigencia moral e intelectual, como dijo de ellos Asimov, es tan respetable como el talento. Como no valen para nada, rompen escaparates. Y hay quien tiene la desfachatez, la caradura y el mal gusto de considerarlos ciudadanos hastiados.

Y lo más importante: hacen mucho ruido, creen que meten miedo, pero no son más de cuatro. Son tan irrelevantes como siempre. No cuentan para nada. Son antigente llena de complejos. Si rabian, que les duela.

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