Ansia viva

Óscar Lezameta

olezameta@huelvainformacion.es

Diez años ya

La pérdida de Antonio Jiménez es algo que duele a todos los que compartimos con él una vida que llenó como nadie

Una de las cosas buenas que tiene este rinconcito del lunes, es que uno se lo puede tomar como terapia. La culpa es del teniente Pérez, aunque por estos tiempos debe haber recibido la cuarta estrella y la laureada correspondiente. Como cada ocho de mayo, ahora que se ha apuntado a las nuevas tecnologías alguien que hizo de los legajos de papeles un acompañante de su residencia, nos ha regalado un recuerdo a uno de los grandes, de los grandísimos maestros que he tenido la suerte de conocer al transitar por la vida. Y es que si bien le agradezco que ponga en orden una memoria desordenada como la mía, lo que no le perdonaré es que me haya recordado que hace ya una década que nos despedimos de Antonio Jiménez.

Y es que ese día todavía sigue aquí, en un rincón de mi vida que compartí con muchos. Nunca pisó una universidad, pero ¡lo que sabía el tío! Era de aquellos que se ganan los galones a diario, de quienes pelean cada página, de los que se saben dónde está eso tan etéreo como una noticia y, lo mejor, es que siempre la encontraba. Trabajé con él y en otros medios, pero jamás contra Antonio. La primera vez que coincidimos, teníamos nuestras propias trincheras en una Almería que se desangraba crimen a crimen, día a día. Aprendí de los goles -pocos, pero alguno hubo- que pude marcarle y cada vez que lo hacía, la primera llamada del día, a horas intempestivas para todos menos para él, era la suya que me decía "bien hecho, pichorra".

Después vinieron cientos, miles de páginas que firmamos juntos. Él al otro lado del teléfono y yo con las llaves del coche y la cámara de fotos en la cartera para salir pitando a la quinta leche donde se habían dado candela y todavía la Guardia Civil estaba en el lugar de los hechos, con suerte retirando un cadáver que saldría al día siguiente en la portada. A Antonio le debo kilómetros, horas dando teclazos y hacerme sentir periodista como nunca antes lo había sido; fui muy feliz y hasta he llegado a soñar alguna vez que volvía a recibir una llamada suya con uno de sus "firtros" que le advertía de un "fiambre".

Guardo cada página que la prensa de entonces le dedicó a alguien irrepetible, aquel día que se cansó de vivir y nos dejó a todos huérfanos de un sabio eterno. Ese día no hubo rivales, sino compañeros que le íbamos a echar de menos. No he sido capaz de leerlas. Hace poco me las volví a encontrar y todavía no estoy preparado. Todavía hoy pienso en cada cosa que hago si a él le gustaría y creo que sí. Diez años después aún me duele la pérdida de un amigo, de un maestro al que quise y quiero con toda mi alma.

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