Por complejas y enrevesadas que nos parezcan, en el fondo, las ideologías políticas son cosas muy simples. Si las sumergimos en el alambique del pensamiento y las calentamos con horas de reflexión, podemos obtener un precipitado tan sencillo y volátil como esencial. Las ideologías son, en realidad, muy simples, pero comprender el porqué de esta simplicidad comporta un enorme esfuerzo de raciocinio, análisis filosófico y crítica que muy pocas veces estamos dispuestos a realizar y que, probablemente, pondría en solfa nuestras emociones y nuestras convicciones más personales. Hace falta valor. Y el valor escasea. Una vez destiladas, todas las ideologías se basan en unas pocas preguntas: ¿Son los individuos originalmente buenos u originalmente malos?, ¿Qué se debe proteger antes al individuo o a la sociedad?, ¿Debemos priorizar la libertad, la seguridad o la justicia? No vale, por si a alguien se le ocurre, argüir que de todo hay -individuos buenos e individuos malos- y que lo importante es siempre alcanzar los equilibrios. Eso vale para el discurso político, que lo aguanta todo y se modula a conveniencia, pero no vale, no, para la filosofía política, que consiste en exprimirse el coco sobre los conceptos generales y en no tirar por la calle de en medio o responder con medias tintas, cómodas pero inútiles y frecuentemente incoherentes.

Ya se habrán dado cuenta de que las dos últimas preguntas también nacen de la primera -Rousseau, Constant, Bakunin y la mayor parte de las religiones se percataron de ello mucho antes que nosotros- y, a poco que lo piensen, verán que es la tercera interrogación la que más claramente tensiona nuestra sociedad. Más allá de las apologías líricas -engañosas, como todo lo lírico-, la libertad sostiene una convivencia tensa y difícil con la justicia y con la seguridad a lo largo de la historia. Las tres componen un triángulo elástico que cada ideología deforma apoyándose de forma diferente en cada uno de sus vértices. Lo cierto es que cada avance en justicia o en seguridad da una dentellada mortal a la libertad y que, cada vez que esta avanza, alguien en el planeta paga las consecuencias con una parte alicuota de injusticia, explotación o peligro para su integridad, su dignidad o su patrimonio. Hasta la fecha, cada vez que una ideología ha hecho bandera de la libertad, de la seguridad o de la justicia -en distintas dosis- nunca lo ha hecho para todos, sino, exclusivamente, para sus seguidores, ergo para sus potenciales votantes desde finales del siglo XVIII.

Por eso, por distintas que nos parezcan, si las sumergimos nuevamente en el alambique del pensamiento y las calentamos con otro puñado de horas de reflexión, podremos darnos cuenta de que, en el fondo, las ideologías políticas no son tan distintas y que, sin duda, el mayor peligro es que acaben encontrándose en el totalitarismo, la alergia al pluralismo y la sinrazón.

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