Asistí al acto de despedida de mi maestro, compañero y amigo José Luis García Ruiz, catedrático, ahora jubilado, de Derecho Constitucional de la UCA. Él, que es hombre de ideas claras, supo resumir en pocas palabras la nostalgia y el desagrado que a muchos nos produce la equivocada transformación sufrida por la institución universitaria española. "Esta universidad -llegó a decir- ya no es la mía". Tampoco la de cuantos vivimos otros tiempos en los que, a salvo aún de la masificación y de la vulgarización, era posible encontrar en sus claustros un magisterio fructífero.

Todo ha cambiado y, en la mayoría de los aspectos, para peor. Por supuesto, lo básico: no es posible lograr resultados aceptables con los escasos niveles de conocimiento y el nulo espíritu de trabajo de los alumnos que ingresan hoy en nuestras universidades. El dislate pedagógico que impera en las enseñanzas de primaria y secundaria tiene como consecuencia la casi total imposibilidad de que, en el vértice de la pirámide educativa, acaben corrigiéndose tantas y tan hondas deficiencias acumuladas.

Para colmo, el problema se ha pretendido resolver al revés: en vez de multiplicar los esfuerzos para optimizar la preparación preuniversitaria, hemos descafeinado la universidad hasta convertirla en una mera extensión de los institutos, con sus mismas carencias, superficialidades y necedades.

En los actuales grados se renuncia a conseguir un conocimiento profundo de la carrera elegida. El Plan Bolonia, esa presunta coartada europea, ha impuesto la lógica de los oficios y arrinconado la multifuncionalidad de la ciencia. Educamos en habilidades y competencias, formamos en el uso de todo tipo de instrumentos, pero olvidamos que nada sólido se construye sin aprehender la propia sustancia, las categorías fundamentales de aquello que se estudia.

Podría subrayar otros muchos delirios (la burocratización asfixiante, el inexplicable método de selección del profesorado, el risible sistema de financiación, la broma de la autonomía, el laberinto de la gobernanza universitaria, el dudoso éxito, al cabo, de unos másteres públicos que nos devolverán a la desigualdad). Pero basten los citados para identificarme tristemente con el profesor García Ruiz. Cuando me marché, hace un año largo, sentí lo mismo que él confiesa sentir: ese agridulce alivio de quien comprende que, al fin, no tendrá que seguir guerreando en batallas tan insensatas como perdidas.

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