Waterloo

Un fenómeno romántico como la erupción de un volcán acabó con el promotor involuntario del Romanticismo

Según un estudio del Imperial Collage de Londres, Napoleón fue derrotado en Waterloo por las condiciones meteorológicas. Y en concreto, por la adversidad climática (fuertes lluvias y una oscuridad sin fin, iluminada por relámpagos) que había originado la erupción del Tambora en Indonesia. Esta misma erupción, como sabemos, fue la causante del famoso "año sin verano" de 1816, durante el cual se compusieron el Frankenstein de Mary Shelley y El vampiro de Polidori, a orillas del lago Ginebra. Sin aquellas tardes frías, inhóspitas, visitadas por el aguacero, es probable que Shelley hubiera dedicado sus ocios a otros asuntos, acaso más mundanos. Fue el remoto fuego del Tambora, sin embargo, el que puso una mano fría sobre el mundo, obrando, inopinadamente, el nacimiento dos monstruos: el chupasangres de Polidori y el trémulo Adán voltaico de la Shelley, así como el abrupto final del Sire.

Es probable que la aventura continental del Sire fuera el agente, el emético, el reactivo, que precipitara el Romanticismo sobre Europa. La Ilustración a cañonazos que encarnó el Gran Corso, su difusión del Código Civil mediante una suerte de rapiña altruista, fue lo que trajo, probablemente, la fatiga de Les Lumièrs, de la Aufklarüng, del británico Enlightment, y proveyó a su siglo de un doble espejismo: el sueño de lo autóctono y el apetito del misterio. También el gusto por lo pintoresco, por lo extraordinario, que ya habían formulado Kant y Burke en sus respectivas obras sobre lo sublime. Ocurre así que un fenómeno destacadamente romántico como la erupción de un volcán, sucedido en las románticas lejanías de Asia, fue lo que de, algún modo, acabó con el promotor involuntario del Romanticismo. De forma similar, fue la vieja filosofía de Plotino la que trajo al Renacimiento un nuevo concepto de albedrío, de libertad, contrario al sombrío determinismo de Lutero. ¿Qué hubiera ocurrido si los elementos no hubieran desarbolado a la Armada filipina que naufragó frente a las costas de Irlanda? Quién sabe, quizá la Leyenda Negra afligiría hoy a los franceses. Quizá la novela del XIX, tan cervantina, hubiera tenido otros paisajes y otros amanuenses.

Volviendo a Waterloo, vemos que en esa localidad belga se concitan, vagamente, la monstruosa corporalidad de Frankenstein y el sino infausto de Bonaparte. El Frankenstein del XXI bien pudiera llamarse Puigdemont, y no deja de ser un hijo espurio, un hijo remoto, un hijo capitidisminuido y feble, de aquellas fuerzas desencadenadas entonces.

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