la celosía de humo

Manuel / Gómez / Beltrán

Vivir sin Esperanza

LA cercanía de la Domínica Laetare, cuarto Domingo de Cuaresma, me ha traído a la memoria el Domingo de Gaudete, tercero de Adviento. Será por el color rosa en la Liturgia, común y único para esos dos días, que como si atravesara un puente de recuerdos recientes, me ha devuelto de golpe la imagen de Jesús Nazareno en el camarín de la Virgen de la Esperanza, días de zozobras convertidos en días de gozo al amparo de su templo, días aferrados a la mejor Esperanza, tiempo vivido en la en la seguridad que siempre nos ofrece su bendito nombre.

Pero desando el camino que desde el rosa de esta Cuaresma me lleva al rosa del Adviento y me atenaza el temor de vivir sin esperanza, albergo la duda de poder vivir sin la Esperanza.

Fue precisamente por esas fechas cercanas a la Navidad cuando su hermandad anunció que la imagen de la Virgen de la Esperanza sería restaurada. Aunque esta bendita Rosa de San Francisco nunca se marchita ni pierde su divina fragancia, tanto calor en tantas miradas, tantos ojos a veces salinos de lágrimas buscando los suyos, tanto tiempo siendo Nuestra Esperanza, han acabado dejando huellas en su perfil de trigo rubio, de almíbar cálido, y lastimando sus manos llagándola de besos.

Hizo bien su hermandad al advertirnos con tiempo. Así, antes de su partida podremos saciarnos de Ella, saturarnos de esperanza. Han hecho bien porque en esta Cuaresma podemos ir haciendo acopio, fijando a hierro y fuego su rostro en nuestras retinas para cuando no esté poder llenar la ausencia con su imagen evocada en el hueco vacío y frío de su camarín, en ese tiempo desconocido en el que Huelva vivirá sin la luz indefinible de sus ojos.

Porque el ser humano es capaz de adaptarse a todo; sin embargo, no puede vivir sin esperanza. Podremos convivir con el mayor dolor imaginable, con la más lacerante amargura, en la soledad más absoluta, pero nunca sin la esperanza que nos permita mirar con ilusión hacia adelante.

Y harían bien quienes le van a devolver la dulzura a su mirada de miel dorada, las manos que le devolverán el color de imposible definición a sus mejillas, veladas por el tiempo y por la oración deshecha en humo y luz de tantos cirios consumidos ante Ella, en coger prestados los colores de esta bendita tierra. Para restañar su policromía, el color de la arena de nuestras playas, con una pizca de tierra de los cabezos; para reponer su encarnadura, una secreta mezcla de incienso, canela y almendras amargas como su llanto; que llenen su paleta para las pátinas, del brillo del sol en un lubricán sobre la ría; y para las veladuras, azogues de luna, celajes plateados de cualquier noche de Miércoles Santo. Y que no se demoren demasiado, no quieran, además del Adviento y la Cuaresma, procurarnos otro tiempo penitencial añadido en la próxima Pascua, esta vez no tan florida porque faltará la flor morena de la Esperanza.

Cuando pase la Semana Santa la Virgen será llevada a la Capital del Reino, en el corazón de España. Pero que Madrid no se haga ilusiones: el Reino de la Esperanza pertenece a Huelva, la que va en forma de medalla sobre su corazón, y refulge en su corona de reina, aunque por algún tiempo deje su trono vacío dejándonos sin su Esperanza.

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