Vive el galileo

El discurso de la fuerza, el afán de dominio o la profesión desmesurada de orgullo tienen algo abominable

Eran los inicios del Novecientos y muchos lectores fascinados por Nietzsche habían hecho del autor de Zaratustra, fallecido en los umbrales del siglo, una suerte de nuevo Mesías, heraldo de una edad superadora en la que la humanidad se emanciparía de la moral de los esclavos heredada de la tradición judeocristiana. Los apóstoles del credo nietzscheano, simplificado o reducido a unas pocas frases impactantes, proliferaron en los círculos libertarios y más tarde entre los fascistas que especialmente en Alemania, a partir de una deformación apoyada en fragmentos expurgados, convirtieron al filósofo de la voluntad de poder en un precursor del hitlerismo. Certero cuando condena el desdén de este mundo o arremete contra la funesta noción de culpa, el pensamiento de Nietzsche ha sido reinterpretado de muchas maneras que excluyen cualquier uso o intención política, pero algunos de sus conceptos recurrentes no tienen nada de ambiguos: los siervos, los oprimidos, los miserables son la escoria de la tierra y la compasión, una forma de debilidad. La idea de fraternidad nace del resentimiento de los inferiores frente a quienes se sitúan por encima del rebaño. No extraña que su prédica fuera aprovechada por los venenosos teóricos de la supremacía, pues a los megalómanos, aunque no tengan dos dedos de cerebro, les halaga sentirse parte de una aristocracia abolida.

Admiramos el paganismo y la tolerancia del mundo antiguo en materia religiosa, pero la belleza de los mitos o de los templos o la clara luz de la filosofía no desmienten la grandeza radical, absolutamente revolucionaria del hombre que proclamó que los errabundos, los menesterosos, los enfermos, los desahuciados son no sólo nuestros semejantes, sino también nuestros hermanos. La vigencia de esa verdad esencial atraviesa los siglos y sigue desafiando hoy, independientemente de la fe, a los que rescatan el darwinismo social o los prejuicios raciales -acaso pronto la eugenesia, que también hacía furor a comienzos del XX y fue combatida por Chesterton con argumentos inapelables- de las tinieblas del pasado. Nada pueden contra ella los inmoralistas de salón ni quienes se dicen cristianos pero no han asumido de la doctrina, como tantos otros correligionarios, más que el rito o la fachada. En todo tiempo el discurso de la fuerza, el afán de dominio o la profesión desmesurada de orgullo tienen algo abominable. Poco importa si Dios ha muerto, mientras viva la voz del galileo.

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