La incertidumbre no será un virus, pero sí un monstruo (o monstrua) dañino, que guarda demasiados parecidos con el Covid-19. Cuando ataca, provoca unas crisis de vacilación y de perplejidad tan fuertes, que llega a paralizar, física y mentalmente, a quienes la padecen. Dado que también esta monstrua es contagiosa, insufla desconfianza entre todas las personas a las que se acerca. Y al igual que el coronavirus, que tiene a los países avanzados trabajando frenéticamente en la búsqueda de algún fármaco capaz de parar su difusión, la incertidumbre también precisa de algún tipo de ayuda que frene tantas dudas.

La solución la teníamos tan cerca y ha sido tan habitual siempre que no lo vimos… La vacuna contra la incertidumbre está en los bares, ahí es donde se fragua esa inyección anímica que puede vencerla. Y no, no hablo de la ingesta de alcohol (que se puede tomar en casa). Le presento todos mis respetos y mi más rendida admiración a ese establecimiento de culto, que independientemente de haber funcionado, durante siglos, como cuna y acicate de la cultura y del ocio, es capaz de cambiar el ánimo de quienes lo visitan hasta el punto de transformar las dudas en seguridades.

El bar es un sitio de encuentro, pero no solamente eso. El bar o barrrrr (como diría una amiga mía) es mucho más que eso. Se trata del nicho que aloja a una cultura milenaria y perpetuada durante años y años; de ese espacio en el que no se impone la compañía sino que se elige; de ese entorno en el que lo mismo puede conversarse sobre la pintura del s. XVII, que sobre la alineación del Recreativo esa semana; donde puedes expresarte sin complejos y sin tapujos porque sueles estar rodeado de amigos. Nuestro bar, ese donde la camarera sabe qué tomamos, se ha convertido en el espacio más añorado y, sin duda, más evocado durante la cuarentena.

Ya se puede pasear con los niños, hacer la compra y hasta practicar deporte, pero… ¿Para cuándo los bares? ¿Cuándo decidirá el Gobierno qué día podremos sentarnos en una terraza y, mientras el sol nos acaricia, tomarnos unas cervezas? ¿Cuándo echar unas risas con nuestros amigos sin hablar de política? ¿Cuándo decidir qué tapitas hoy nos valdrán de almuerzo?...

Necesito un bar y no, no es un capricho, sino una demanda social. Puedo gritar, sin complejos, que lo preciso con urgencia, convencida de que sólo cuando alternemos en ellos sin mamparas, ni distancia de seguridad, ni miradas furtivas a los de al lado, habrá terminado esta pesadilla.

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