Hay muchas cosas que no le perdono a esta pandemia: por supuesto, sus muertos, que indefectiblemente me recuerdan a esos otros que las epidemias nos han ido dejando a lo largo de la Historia; por descontado, la crisis económica, que se traducirá en miseria profunda para mucha gente de este mundo; en no menor medida, la crisis política, que muy probablemente se nos quedará, cuando hayan pasado las demás, en su derrotero de crispación, mistificación y radicalismo. Tampoco le perdono que nos haya robado los besos y los abrazos, las sonrisas al descubierto y esas rutinas aparentemente insignificantes de la vida que solo valoramos en cuanto desaparecen. Y, aunque desde luego no sea lo más importante, no le perdono que me impida viajar. Pocas cosas me gustan más que el viaje con amigos, que pone a prueba los vínculos y, si resisten, los anuda hasta no dejar espacio alguno al desafecto; el viaje solitario, que nos pone a prueba a nosotros mismos y se convierte en la experiencia más íntima e intensa que se pueda imaginar; el viaje en pareja, capaz de resucitar la pasión y la emoción que el día a día erosionan; el viaje en familia, esa herencia incalculable que dejamos a nuestros hijos y que nos ayuda a convertirlos en ciudadanos del mundo, sin fronteras ni banderas, abiertos a la diferencia y a la comprensión del otro.

Y, no sé si me entenderán, pero no me refiero ni al turismo de vacaciones ni a recorrer otros lugares. Vengo a referirme a ese viaje hacia el conocimiento de otros sitios, otras culturas y otra gente, que dura toda la vida porque es en sí mismo insaciable e inacabable, que no tiene rutas prefijadas, ni horarios, ni cansancio, ni pudor, ni grandes presupuestos, y que, en cambio, está repleto de inmersión, curiosidad, entusiasmo y sorpresa. Viajes a la riqueza y a la pobreza, a la belleza y a la fealdad, a la gran ciudad y a la diminuta aldea, al enclave icónico y al lugar oculto que oculta lo único y singular. Viajes distintos a sitios cercanos o distantes, pero que siempre nos llevan a nosotros mismos, que nos permiten admirar lo ajeno y valorar lo propio, que construyen nuestra visión caleidoscópica del mundo desde el respeto a lo diferente, reconociendo lo común y compartiendo los anhelos. Viajes para reír y disfrutar, pero también para llorar y para sufrir ante los inexorables problemas de la condición humana. Viajes para extasiarse ante la naturaleza imponente comprendiendo nuestra propia pequeñez, dañina e ingrata pequeñez. Viajes para hacer muchas preguntas y encontrar, quizás, solo algunas respuestas. Viajes cuyo gran descubrimiento reside en la mirada de quien viaja. Viajes de los que se vuelve, no solo con dos mil fotos en la SD, sino con un olor, un sabor, una imagen, un sonido o un sentimiento fugaz que se queda indeleblemente grabado en la memoria.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios