Yacada vez más cerca de lo que Sánchez sueña como la Segunda Gran Transición, una aventura que él y sus extraños socios sólo entienden previa liquidación total de la primera, quizás convenga subrayar los méritos de ésta, enseñar a quien no la vivió qué diferencias esenciales existen entre aquellos políticos de una democracia recién nacida y los que hoy protagonizan un mísero espectáculo de fractura y frentismo.

La idea que uno colocaría en el frontispicio es la de dignidad. Los líderes de entonces jamás la perdieron, ninguno claudicó, aun comprendiendo que todos debían ceder para superar sus profundas diferencias ideológicas. Ese modo de actuar, honroso, contrasta con el sectarismo presente, con la soberbia intelectual de demasiados personajes sin talla, de egos vacuos e inflados, dispuestos siempre a crispar un poco más el país. La multiplicación de partidos y la fragmentación de los preexistentes aúpa jefecillos de aldea, carentes de una visión universal de la política, instalados en 'su' monotema, maestros del chantaje, desconocedores enciclopédicos de los verdaderos valores democráticos.

La segunda nota característica que ha mutado es la de la gratitud. Paradójicamente, en un tiempo de memorias exacerbadas, es justamente la desmemoria la que sustenta esa estúpida convicción según la cual nada se debe a las generaciones anteriores. Se trata, creo, de una rara miopía que les incapacita para juzgar con provecho la historia, peligrosamente próxima a la ignorancia y reveladora, por supuesto, de un adanismo tan pueril como irracional. En una buena parte, somos lo que fuimos e intentar romper tal atadura no deja de parecerme disparate de niño que, en su inexperiencia, se siente capaz de reinventar el mundo. Considerándose todos dioses únicos y creadores, tampoco asombra el hondo desprecio que reiteradamente manifiestan hacia sus adversarios. Ése también es un fenómeno nuevo, desconocido en la España que supo aunar voluntades y construir consensos.

¿Se hizo todo bien? Obviamente, no. Pero la sensación de tarea común generó un país vivible, de trincheras desleídas y muros permeables. ¿Merecería la pena intentarlo otra vez? Sin duda. La sociedad necesita, más que nunca, que volvamos a reconciliarnos. Si se pudo, se puede. Aunque en el envite perezcan la ambición y el odio de cuantos, encaramados en un inmenso rimero de cadáveres incoloros, diríase que no han aprendido absolutamente nada.

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