Afinales del siglo XIX se contaba la anécdota de un alcalde tránsfuga que representaba bastante bien el permanente movimiento entre partidos tan característico de la política española. Preguntado el alcalde sobre por qué había cambiado tanto políticamente a lo largo de su vida, pasando del republicanismo al partido liberal y luego al conservador, el alcalde respondió ufano: "Mire usted, yo en política nunca he cambiado, yo siempre he querido ser alcalde". La mayor parte de los transfuguismos se producen por la conveniencia y no pocos, por el desencanto. A fin de cuentas, separar la política de las emociones es tan absurdo como intentar desarraigarla de sus fundamentos culturales. Hay algo en ella, sin duda, de enamoramiento, pero también la habitan la ira, el miedo o el asco. Hay en ella elementos ideológicos, pero normalmente no tantos como la gente cree o, al menos, no tantos que no puedan ser cambiados, matizados e incluso moldeados por las circunstancias, el ambiente e, incluso, la edad.

En el magma político de cada persona flotan las convicciones propias, sin duda, pero también tics aprendidos en el entorno familiar y educativo, mensajes simbólicos interiorizados casi inconscientemente y la poderosa envolvente de la sociabilidad: esa que arrastra a la persona a pensar como su círculo inmediato para sentirse integrada, protegida y valorada. Todo esto se mezcla en esa sopa gigantesca de las ideas que unas veces hierve y otras reposa, con su pizca añadida de ambición y vanidad y su guarnición de talantes. Los hay que tienden a la conservación, que -no lo podemos negar- a mucha gente les da la seguridad que necesitan, y los hay que tienden al cambio -con mayor, menor o ningún sosiego-, porque también hay quien aborrece la rutina y no puede vivir sin nuevas experiencias. En ambos casos, todo fluye y todo puede estar sazonado por la empatía o por el totalitarismo. La ecuación no es muy compleja. Es más, yo diría que es de primer grado: a casi nadie le gusta el mundo en el que vive; para huir de él, unos se agarran al pasado denodadamente y otros corren hacia el futuro con todo su afán, a veces sin darse cuenta de que el pasado ya es inalcanzable o de que el futuro ya ha llegado.

No eran estas ideas inconstantes, en permanente movimiento, fugaces como un resplandor, las que le importaban a nuestro alcalde del siglo XIX, sino su cargo. Más listo que nadie, él ya se había dado cuenta de que las ideas cambian, irremediablemente, en la marea de la historia, aunque uno se mantenga tan inmóvil como don Tancredo. Mejor, entonces, dejarse arrastrar, buscar las corrientes favorables y alejarse de las que se enlentecen. Todo sea por mantener la silla de caoba, la vara de mando y el lugar de privilegio en las procesiones.

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