Alrededor de diez millones y medio de españoles hemos formado parte, sin saberlo y de un día para otro, de un experimento a lo bestia sobre el teletrabajo. Yo he sido una de esas personas, así que esto que leen no es solo opinión sino experiencia propia. Resumiendo les diré que la experiencia no me ha gustado nada, pero que estoy convencida de que el trabajo a distancia ha venido para quedarse. Así que más nos vale aprender de los errores para poder mejorar en futuros ensayos.

Dicen que el descontento, más bien generalizado, proviene de que las condiciones iniciales no fueron las idóneas: ha sido asumido por obligación, hemos tenido que formarnos sobre la marcha, muchos teletrabajadores no tenían un espacio adecuado que permitiera separar lo laboral y lo personal y encima los niños estaban en casa. Sumemos a estos inconvenientes, que quizás tendrían arreglo con menor improvisación, la cuestión de los horarios. Se sabe que el confinamiento ha alargado la jornada laboral entre dos y tres horas más al día. En ciertos casos habrá sido por miedo a perder el trabajo, pero ha habido también mucha necesidad de mostrar compromiso, y todo junto ha generado un bucle interminable: cuanto más conectada estabas, más tareas había pendientes. Conclusión apresurada: la eficiencia no es aliada del teletrabajo. Y otra, peor aún: el teletrabajo es lo más parecido a la esclavitud. Lo dijo Jordi Évole, que también sufrió en carne propia los daños colaterales del invento.

Asumir el reto de teletrabajar durante la pandemia ha tenido mucho de antinatural, es cierto, y quizás no se hayan podido apreciar las bondades que se le atribuyen. Pero también ha avisado sobre ciertos riesgos: esta forma de organización laboral impide el intercambio de información, penaliza la creatividad, aumenta la desigualdad (¿cuántos trabajadores con sueldos bajos podrán asumir los requisitos para trabajar desde casa?) y, al menos durante estos meses, ha ahondado la brecha de género. Y no solo incrementa la carga de trabajo, también atomiza y distancia la relación entre compañeros, de modo que las reivindicaciones laborales se difuminan sutilmente. Para colmo, no hay legislación aún. Con estos peligros el teletrabajo no es bueno para la sociedad, pero sí lo será para muchas empresas, que lo convertirán en refinado instrumento que debilite la fuerza de los trabajadores. La teleexplotación también existe, y aprender la lección depende de nosotros.

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