Hubo un tiempo en que se vivió sin internet y se creía a pie juntillas lo que el médico decía. Se acostaba boca abajo a los bebés para que no se ahogasen, se les daba huevo batido con vino para aumentarles el apetito y más tarde, refrescos para acompañar las comidas. Era una sociedad más ignorante pero con menos problemas, más feliz. Sin miedo a los hidratos de carbono ni a los edulcorantes, conservantes o al dióxido de carbono, productor de burbujas, beberse un refresco o varios, en verano, constituía una fuente de placer. De ahí que las visitas que los escolares hacían a las fábricas de refrescos, que les permitían salir del colegio y engullir varios de ellos gratis, se hayan convertido en una de las experiencias más recordadas de la infancia. Para los adultos de hoy, ese hartarse de ellos, sin remordimiento de conciencia y desconociendo posibles efectos secundarios, fue una experiencia única.

Mira por dónde, los avances en la investigación y la rapidez en la difusión de sus resultados proporcionan relevantes conocimientos, pero también insospechados problemas e incertidumbres. Estamos tan bien informados que somos incapaces de ingerir refrescos sin hacer cálculos simultáneos sobre las calorías que llevamos tragadas y el tiempo que habrá que dedicar mañana al gimnasio para quemarlas. Estamos tan instruidos con los medios para la protección de la salud, que se pierde gran parte del placer de determinados consumos. Se valora tanto la alimentación sana que las administraciones, en un arrebato de responsabilidad y paternalismo, disponen medidas coercitivas sobre algunos alimentos. La Generalitat catalana, como máter amantísima que piensa en sus ciudadanos, ha decidido gravar las bebidas azucaradas, para limitar su consumo.

Se sabe que no es una medida nueva (suben los precios del tabaco y del alcohol periódicamente) y ya está implantada en Francia, Alemania o México. Hace tiempo, además, que la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda la limitación de azúcar con idea de mejorar la salud pública. Sorprende, pues, que no se toquen otros productos causantes de obesidad infantil. Según cuentas de la propia Generalitat, son 41 los millones de euros los que se recaudarán, lo que induce a pensar que la disposición se encamina más a la recaudación que a la mejora de la calidad de vida. Se atiende más a la punición que a la prevención. ¿Y si alguna vez en este país se viese la educación más como una inversión que como un gasto?

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