Un pequeño empujón al carro del tiempo y ya estamos otra vez en esa época que siempre concebimos dorada, cuando el año se va y los ecos de la nostalgia llaman fuertemente a las puertas de nuestro corazón, tantas veces encajadas a los más vivos y permanentes sentimientos.

En esta cárcel cenicienta de un virus que nos gobierna a su antojo, los pensamientos se encuentran a veces rodeados de un espíritu estéril de abandono, como si estuvieran sumidos en un océano gris, sin olas, pero lleno de profundidades. Ese hálito de desesperanza, lenta, silenciosa y sin ecos de vida sonriente, siempre tuvo un nombre en las páginas melancólicas de la literatura. Yo la llamé siempre: Soledad.

La vida me enseñó muchos caminos llenos de algarabías, de ruidos, de ilusiones, pero cuando te adentrabas en ellos no había eco de voces. Sí, quizás tal vez una, el sonido apagado que se hundía en las olas del silencio.

La oscuridad se hace presente en la negrura de la sonrisa marchita. La luna se ríe en su pozo de noche. Miro al cielo y en la inmensidad de arcanos incomprensibles, entre el fragor de las estelas de mundos perdidos, de órbitas desconocidas, en luces resplandecientes de cometas olvidados, en la loca carrera de los astros, no encuentro su música inmortal. También el universo puede recrearse en su canción amarrada al silencio de una extraña soledad. Pero hay algo que triunfa en el silencio. Algo que hace huir a la soledad callada y triste: el amor.

Cuando quiero luchar contra el peso de una soledad impuesta por el caminar del tiempo, recuerdo que Soledad, también, entre nosotros, es nombre de mujer.

Es difícil igualar a la soledad con el silencio, cuando los latidos del corazón redoblan al compás de un sentimiento que abrasa los sentidos. Como un día sin frutos de realidades, como un querer sin dolor, como una espera truncada en un deseo: Amor se llama Silencio.

No creo equivocarme, pues la vida nos ha enseñado veredas florecientes, donde en silencio se ríe, en silencio se llora y en silencio también se ama.

Miro al infinito y ya el mar no oye mi voz. La canción de lo no estrenado se ha roto y como un destello infinito de la grandeza divina, el vuelo de la ilusión se ha hecho estrella y cabalga entre brisas y colores que nos siguen dando esperanzas.

La vida, en un mandato eterno, debe continuar. El mundo sigue girando vertiginosamente, loco en su carrera. Todo ello se conjunta en una batalla con triunfo final. La soledad no debe ser nunca un vacío de vida que ahogue el alma. El alma es la auténtica vida infinita, permanente, eterna. Hoy la canción de un latido febril, salta de la rutina de sendas estériles, porque los versos no tienen fin.

Hemos llegados a creernos fantasmas olvidados en un circo solitario. La vida continúa.

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