Seres anónimos: gesto congelado y mirada viva

Me enorgullezco de ser historiadora y pongo mi oficio a su servicio para devolverles su vida, su identidad y su protagonismo

Siempre rodaron por la casa de mis padres varios álbumes de fotos antiguas y una gran lata plateada en la que todos sospechábamos que debía de habitar un contenido similar. En estos últimos meses, no me pregunten por qué (a veces mi cerebro conduce solo), he aprovechado algunos ratos libres para revisarlas, escanearlas e identificarlas: montones de fotografías de un blanco y negro amarillento, recortadas, enmarcadas, dedicadas e incluso manchadas. Aspiro a que mi madre, con sus lúcidos 90 años, pueda decirme quiénes son algunas de esas personas de traje largo, bigote poblado y sombrero que ahora son bytes dentro de mi ordenador. Como son mis parientes, ocasionalmente, reconozco la forma de las cejas o una manera de sonreír, pero vienen desde tan lejos que, a veces, me cuesta encontrar el gen común y me pierdo buscando la rama de la que cuelgan en el árbol genealógico. Gente extraña, en el fondo, o remotamente conocida, a la que veo casándose, paseando por la calle o bañando a un niño.

Desde un Marruecos en guerra, mi abuelo le dedicó a mi abuela amorosamente sus fotos, en las que cargaba un fusil o posaba junto a un soldado de la tropa africana. La hermana de mi bisabuela, que emigró con su familia a Argentina durante la posguerra, cambió las cartillas de racionamiento por la prosperidad y trató de llenar el vacío de los que se quedaron aquí enviando decenas de fotos: placas reveladas en un estudio del número 728 de la calle Bernardo de Irigoyen de Buenos Aires, en las que lucían buenos trajes y brillantes zapatos de charol sobre fondos de columnas dóricas y cortinajes de brocado. Me emociona una pequeña foto de mi abuela caminando con un niño en brazos por las calles de Tánger, donde vivió muchos años en una especie de exilio dorado, y me golpea el corazón otra en la que, ya viuda, con sus tres hijos, todos rigurosamente enlutados, posó entristecida y pálida para poder sacarse el pasaporte que la devolvió a España.

Parece infinita esa legión de primos, tías y cuñados, con sus ropas a la moda, sus tocados y sus botines. Me recreo en ellos, tratando de entender qué hicieron y qué pensaron de las cosas. El gesto congelado y la mirada viva. Son seres anónimos y presuntamente irrelevantes: nunca estarán en los libros de Historia, protagonizando episodios sonoros del pasado. Y, sin embargo, veo en sus historias, de forma rotunda y transparente, la materia oscura que forma la verdadera Historia, la Historia de todos. Así que, mientras los saco de la lata y escaneo sus rostros pulsando un sencillo botón, me enorgullezco de ser historiadora y pongo, una vez más, mi oficio a su servicio para devolverles su vida, su identidad y su protagonismo.

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