Señales

Este verano, la campaña de las Perseidas será una campaña embozada, solitaria, acaso melancólica

Este verano, la campaña de las Perseidas será una campaña embozada, solitaria, acaso melancólica, fruto de la plaga coronavírica que aún nos aflige. De todo esto daba puntual noticia ayer este diario (no se ha insistido en la enorme y decisiva labor del periodismo durante el confinamiento), siendo así que, probablemente, tampoco importe demasiado. La lluvia de estrellas es siempre un espectáculo que propende a la contemplación apartada y que se reviste de cierta solemnidad, connatural al alto cielo del verano. Quizá por eso mismo, mascarilla mediante, esta visión nocturna no dejará de remitirnos a otra hora del mundo, donde las plagas, los desastres, los infortunios de la flota, venían auspiciados por meteoros y prodigios, que se ofrecían al ojo temeroso como una señal celeste.

Pero no porque nuestros antepasados fueran unos necios entregados a la superstición, como hoy nos gusta creer a nosotros, tan listos y tan racionales; sino porque era una interpretación plausible, dado el grado de conocimiento de aquella hora. Creo haber recordado aquí que Leibnitz calificó a Newton de fanático religioso, porque su ley de la gravedad suponía una fuerza incorpórea, espiritual, cuando la ciencia buscaba la tranquila materialidad del éter. Por supuesto, ambos eran creyentes, como casi todo el pensamiento occidental hasta hace dos siglos; no obstante, ambos diferían en el modo en que la divinidad manifestaba su poder sobre los elementos. Digamos, pues, que para aquellos hombres que miraban hacia lo alto en busca de una orientación, no sólo geográfica, aún no regía la evidencia de la que dará cuenta Goethe: el mundo y su apariencia no se corresponden.

Durante milenios, el rojo de Marte y el rojo de la sangre rimaban espiritualmente con otros fuegos, celestes o soterráneos, que formaban la totalidad espiritual del cosmos. Había una "simpatía" natural entre los objetos que permitía al observador conocer la entraña de las cosas. Lo que Goethe y la ciencia moderna traen es una sospecha de otra clase: las leyes de la realidad no pueden inducirse de la mera observación, como cuando sabíamos, a la vista de un cometa, que nuestros soldados peligraban en Pavía o en Maastricht. ¿Qué veremos esta noche, cuando el verano encienda su arcana luminaria? Veremos algo inconcebible para Brahe, Copernico o Galileo, quien calculó un preciso mapa del Infierno en el subsuelo terráqueo. Veremos la vasta realidad, ajena y misteriosa, abriéndose ante nuestros ojos como una rosa indescifrable.

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