Quince años después de aquel fatídico 11 de marzo, aún desconocemos quién fue el autor intelectual y quiénes los autores materiales del mayor atentado terrorista de la historia de España. Esa afirmación, que se limita a exponer un hecho, no pretende fundamentar ninguna conspiración ni busca oscuras culpabilidades políticamente rentables. Sólo, y ya es mucho, constata la incapacidad de la Justicia española para ofrecernos una explicación cierta, indubitada y precisa del horrendo crimen que a tantos les destrozó la vida.

La calamitosa instrucción judicial del 11-M, plagada de incoherencias, vacíos y contradicciones, culminó en unas sentencias insuficientes, diríase incluso que apresuradas, con el fin de cerrar cuanto antes, aunque fuera en falso, el relato oficial de una fecha que marcó -y sigue marcando- el rumbo de nuestro futuro. Todavía recuerdo, y me avergüenza, el titular mayoritario de la prensa más prestigiosa del mundo (The Times, The Washington Post, The New York Times, Le Figaro) tras conocerse el parecer de nuestros magistrados: "Los presuntos autores intelectuales del atentado del 11-M son absueltos". En él, mucho más que en ese otro ("ETA no fue") casi unánime en los medios de comunicación nacionales, se constata la auténtica dimensión de un fracaso que, a estas alturas, paradójicamente parece no preocuparle a nadie.

Y es que la tragedia de Atocha ha acabado convirtiéndose en un tema tabú que casi todos prefieren mantener en el olvido. Los silencios que recientemente han merecido las insinuaciones de Villarejo sobre posibles conexiones de funcionarios tanto con el atentado como con la obstaculización de la investigación (que no gozan de presunción de veracidad pero tampoco de falsedad) demuestran la aplastante victoria de las sombras sobre una luz que demasiados intuyen peligrosa.

Seguimos, pues, sin saber quién diseñó la voladura de los trenes, escogió tan diabólicamente el día y calculó con semejante talento el alcance de su onda expansiva. Porque se lo debemos a las víctimas y porque persisten dudas inaceptables, nada resulta tan legítimo como reclamar de nuevo hoy la verdad. Una aspiración que extrañamente irrita, estigmatiza a quien la expresa y le encasilla en las miserables trincheras de la lucha partidista. Como si se tratara de un propósito nefando, de una malévola amenaza, y no de un imperativo que obligadamente deriva del ineludible respeto a nuestra propia dignidad.

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