Ruinas

Hechizado por la novedad, nuestro mundo actual no aprecia el lento declinar de las personas ni de las cosas

Hay culturas, en particular la japonesa, especialmente sensibles al efecto que la pátina de los años imprime en los edificios, el mobiliario o los utensilios cotidianos, que se hacen más valiosos cuanto mayor es su antigüedad y van adquiriendo, desvencijados o rotos y a veces recompuestos, las nobles cicatrices con las que la edad distingue tanto a los seres vivos como a los objetos inanimados. Del mismo modo que los ancianos atesoran una sabiduría vedada a los muchachos que, sobrados de vigor y energía, apenas tienen experiencia de vida, así también las cosas, como los cuencos de los que hablara Tanizaki, se diría que mejoran y hermosean si el brillo con el que salieron del taller del artesano o de la más impersonal de las industrias se vela o tamiza por el trasiego o la acumulación de los sedimentos que arrastra la corriente del tiempo. Una simple caja de lata con las leyendas ya borrosas, adminículo modesto donde los haya, puede valer su peso en oro, singularizada por las miles de veces que hemos estampado nuestras poco prestigiosas huellas en tintas de las que sólo queda un rastro desvaído. Y lo mismo puede decirse, en otro sentido, de las fastuosas edificaciones con las que los poderosos de todas las épocas, desde Egipto y Babilonia, han intentado pasar a la posteridad, que acaso fueron intimidatorias para sus contemporáneos y han acabado convirtiéndose, gracias a su progresivo deterioro, en símbolos conmovedores del esplendor perdido. Como contaba Chapoutot en su fascinante monografía sobre el filohelenismo nazi, los muros ciclópeos del Reich de los mil años debían soportar siglos de inclemencias, pero también envejecer con la solemnidad de las antiguas ruinas que incluso mutiladas seguían proyectando una impresión grandiosa. La obsesión del tirano llegó a tal extremo de megalomanía que ordenó a su arquitecto de cabecera que representara el aspecto que tendrían las mismas faraónicas construcciones, proyectadas sobre el papel o en maquetas a las que dedicaba horas de contemplación ensimismada, cuando hubieran pasado siglos. Conforme a la paradoja señalada por Argullol, era la de Speer una arquitectura concebida para la eternidad que preveía, sin embargo, su propia devastación, anticipada por sus gélidos artífices en ensueños que resultaron vanos. Hechizado por la novedad, nuestro mundo actual no aprecia el lento declinar de las personas ni de las cosas, y por eso estamos rodeados de tristes cacharros sin aura, de enseres contrahechos sin amor ni cuidado, de ruinas prematuras que se degradan a velocidad de vértigo. Un pueblo sabio es aquel que sabe venerar la ajada dignidad de las cosas viejas.

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