Junio ha estallado en la luz radiante de una devoción que Andalucía lleva en el alma. Ya van las carretas cargadas de ilusiones, de cantes, de esperanza y de fe.

En una maraña de senderos, de caminos, de veredas, todas finalmente se juntarán en una para llegar al templo que la primavera hizo altar para la gran Señora.

Los poetas compusieron oraciones por sevillanas para que, entre el vuelo de los faralaes, la brisa de la marisma sonriera a todos en un fervor de éxtasis.

Una, otra y otra... y así mas de cien hermandades serán portadoras de una bandera que tiene un solo color: el de la Virgen del Rocío. Huelva, por duplicado, envía a sus romeros a la marisma, a caminar entre las arenas o sentir el fuego del asfalto que quema el alma.

Tiene la romería más grande del mundo un sentimiento de amor que al volar tan alto se ha hecho Paloma, en un altar blanco que canta la pureza y el dogma que ahora se hace sencillo, sin enredos de verdades teológicas. Y todo porque un milagro del cielo bajaría, para que la Virgen del Rocío fuera reina y Madre de Andalucía.

No existe en nuestra tierra un conjunto de verdades, de acontecimientos, de alegrías, de expansión en plena naturaleza más grande que este que en tierras almonteña se hizo palacio de arenas, llanura de costa, azul del mar, verde de pinos, jaula sin rejas para miles de aves que viven en el humedal-paraíso más grande de Europa.

Y allí bajo la bóveda y el campanario de una Basílica que un día mandara construir el que fuera primer obispo de nuestra Diócesis, allí, serena, sonriente, alegrándose en la dulce espera, la Blanca Paloma todavía no ha abierto sus alas para salir al real del Rocío a recibir el beso, la lágrima, la súplica, la emoción y el amor de todo un pueblo que hasta sus pies llega para postrarse en la devoción más sincera y honda de sus corazones.

El cielo es más azul que nunca en el corazón de los romeros. Nunca el calor, la brisa húmeda de la noche, la lluvia o el tórrido embiste del sol detuvo a ningún romero.

Miles de gargantas enronquecen en los gritos y vivas de amor. El silencio ya no existe para la exaltación de la alegría mariana.

Y el domingo del Pentecostés, toda la gracia del Altísimo será un regalo, no en doce lenguas de fuego apostólicas, sino sobre millones de seres del mundo entero que serán partícipes del día más grande en nuestra fe, tras la Resurrección del Señor.

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