Siempre me ha maravillado el mecanismo de la relojería. Ese incesante caminar de tantas piezas para irnos marcando el paso del tiempo, emulando ese otro tic tac de vida que es nuestro propio corazón.

Y dentro de esa familia mecánica de los relojes, acostumbrados al pequeño que llevamos en nuestra muñeca, pocas veces recordamos a esos otros mayores que en torres, campanarios y lugares especiales nos ayudan a ver pasar el tiempo incluso a dejar oír sus campanadas sonoras, como toques de atención.

Esos relojes que llevan el apellido de urbanos, son en verdad necesarios para el público. Tan necesarios que solo nos acordamos de ellos cuando están parados.

Hoy con la modernidad de los relojes eléctricos, las ciudades se llenan de eso que yo llamo "árboles horarios", que por lo general funcionan bastante bien. Lo que sucede es que cuando los otros, los viejos en la altitud de los edificios transformaron su vida de cuerda en electricidad, son abandonados y se corta su suministro de vida, muchos lugares y sectores de la población, los recuerdan en el olvido que se han dejado.

Pongamos un ejemplo. El reloj de la antigua estación de Renfe. Ese colocado, desde hace muchos años, en un bello edificio que aguarda su incierto porvenir. Es una pena verlo cada día con sus agujas quietas, atestiguando su muerte e inactividad. En las actuales circunstancias no sé a quien correspondería ponerlo en marcha, si al Ayuntamiento o todavía a la propiedad ferroviaria. Pero las ciudades se embellecen con estos pequeños detalles y al ciudadano se le hace un favor, por muy cerca que se encuentre otro de sus modernos hermanos.

Recuerdo aquellos años en que los relojes en las torres de las iglesias eran famosos y concentraban la atención de los barrios cuando llegaban momentos especiales en sus vidas, como eran señalar las doce campanadas de la Nochevieja. Mi reloj predilecto fue siempre el de la Merced, que tenía su relojero propio (de la Diputación) y una conocida religiosa del Hospital Provincial, sacristana del templo y que cuidaba del reloj con mimo para que nunca dejara de funcionar y dar vida, más bien sonidos de campana, al barrio de la Vega. Ese reloj mercedario era el que mejor funcionaba en la ciudad. Era viejo, pero bueno. Los instaló a principio del siglo XX el Ayuntamiento a petición de un concejal, vecino del barrio, dueño de una conocida Fábrica de Jabones llamada La Sevillana, perteneciente a la para mí querida familia Pardo.

Solo en aquella Huelva antigua le ganaban a los relojes el aviso sonoro de la sirena de la Compañía de Tinto C, que a las 8 nos llamaba a todos al trabajo y a poner la ciudad en marcha.

El reloj que nos marca en verdad el paso de nuestra vida siempre es necesario y ello es que cuando más lo recordamos es cuando está parado. Como el de la antigua estación de Sevilla en la Avenida Italia. Solo con darle corriente eléctrica estaría todo solucionado. Por favor.

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