Muchas veces oímos hablar de situaciones que afectan a amigos, a conocidos o a desconocidos y nos sobrecogemos por la gravedad de lo que nos cuentan. Estamos un tiempo pensando y meditando en el dolor ajeno, pero en unos minutos ya andamos en otra cosa y olvidamos. Pero cuando una de esas historias nos afecta de lleno, directamente, personalmente, entonces comprendemos muchísimo mejor a todos aquellos cuyas historias son ahora igual que la nuestra. Felisa es mi hermana del alma, que es mucho más que hermana de padre y madre. Ella es mayor que yo y sin embargo hemos navegado ya, como dijo el poeta, en cien mares y atracado en cien riberas. Felisa es venezolana de nacimiento, pero española de hecho y de derecho por sus muchos años en España debidos a su largo y fecundo matrimonio con un español. No voy a dar más datos de ella porque podría llenar varias columnas y porque no me da la gana descorrer ninguno de los velos con los que cubre su intimidad. Tiene varios hijos y uno de ellos se le está muriendo. Esto, en sí mismo, tampoco es noticia como para traerla a esta esquina del periódico. Les ocurre a muchas madres con muchos hijos. Es el dolor humano en grado máximo. No hay nada más estremecedor. El hijo de Felisa tiene una enfermedad que acabará con sus días en este mundo. Vivía en Venezuela hasta hace poco.

Días pasados me encuentro a Felisa con un pequeño saco de medicinas. Le pregunto de broma que si son todas para ella. Me contesta que no, que son para su hijo. Rafael, me dice, me lo he traído de Venezuela porque antes de morirse de su enfermedad se iba a morir de hambre. Me quedo petrificado y no se me ocurre otra cosa que abrazarla y besarla. La dejé, le prometí tenerla presente en mis pobres oraciones y de camino a casa no pude remediar acordarme de la tragedia de la nación hermana. Ya no eran noticias de los periódicos, ya no eran declaraciones de políticos, ya lo tenía delante de mí. ¿Y ahora qué? ¿Ahora qué voy a sentir cuando oiga a un miserable político una palabra, una sola, de comprensión o apoyo a aquel régimen criminal que ha provocado el éxodo de millones de personas, no exactamente por miedo, si no por hambre?

Huyen para comer. Es mayor el riesgo de morir de hambre que de una enfermedad ¡Dios mío! Pues por aquí tenemos algunos que ven simpático aquel régimen, aquella tenebrosa situación. Están en nuestras televisiones, en nuestros periódicos, en nuestro parlamento y hasta en nuestra comunidad de vecinos. Espero que todos ellos cambien de parecer el día en el que la guadaña del espanto silbe sobre sus propias cabezas, sobre su piel. Así sea.

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