Mientras me sirve un café, la señora que regenta el bar se queja de los impuestos que tiene que pagar este mes. Su marido tributa por una pensión de unos 500 euros que recibe del Gobierno alemán. Hace un par de años fue peor, porque Hacienda les requirió, como a tantos otros emigrantes retornados, que regularizan la cuota impagada desde 2010. Las imágenes de Montoro en el plasma del bar y el debate en torno a la amnistía fiscal sirven de gasolina para su indignación.

Ni la señora del bar ni yo misma tenemos repajolera idea de derecho tributario, y estamos perplejas. No entendemos por qué a los emigrantes que reciben pensiones del extranjero no les prescriben los impuestos impagados, pero quienes eludieron sus obligaciones fiscales pueden seguir tan tranquilos, aunque la ganga que prepararon para ellos sea declarada inconstitucional. No sabemos explicar por qué se espera que los ciudadanos sean contribuyentes ejemplares cuando nuestro propio sistema tributario está muy lejos de esa ejemplaridad, creando "normas que legitiman y dan por válida la conducta insolidaria" de quienes tienen la sartén por el mango.

La señora del bar sabe de sartenes, pero la parte entrecomillada es de la sentencia del Constitucional. Los expertos utilizan la palabra "regresivo" para este tipo de impuestos, es decir, que cuanto más se tiene menos se paga. A esta regla hay que añadir la progresión en cuanto a transparencia: cuanto más rico eres, más posibilidades tienes de que Hacienda no te pille. La evidencia de ocultación y fraude aumenta conforme crecen los ceros a la derecha o el abolengo de los apellidos. Incluyamos a algunos funcionarios públicos que se pasan al enemigo (por ejemplo, el jefe de la Fiscalía anticorrupción que debía investigar a los corruptos) y ya tenemos casi completa la lista de fortunas opacas que se acogieron al misericordioso olvido fiscal de Montoro, según investigaciones periodísticas han ido desvelando.

Remuevo el café, ya frío, pensando en este ciclo en el que me incluyo: barbaridades, escándalos, frustración y vuelta a empezar. Mientras la indignación progresa el Estado regresa, da marcha atrás, se eclipsa, desaparece. Llegará un momento en que un imperativo moral nos hará abandonar la queja y pasar a la acción. Y siento vergüenza ante un Gobierno que da alas a la rapiña y respeto ante quienes realizan un gran esfuerzo al cumplir con sus obligaciones.

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