Procrastinando

La utilidad de la llamada cultura de empresa es poco probable que trascienda las paredes de la oficina

Hablan ahora mucho los enterados del coaching, oficio incierto pero al parecer demandado por quienes precisan de asesoría hasta para comprar unas babuchas, de la procrastinación, una palabra de inequívoco origen latino que ha vuelto a través de la lengua inglesa, donde al contrario que en español se documenta desde hace siglos. Los clásicos castellanos y el Diccionario de autoridades registran cras con el mismo significado que en latín (mañana, el mañana) pero la voz procrastinare o sus derivados no prosperaron entre nosotros hasta hace pocas décadas y ello por efecto, como se ha dicho, de la mediación anglosajona. Siendo por lo tanto un neologismo y pese a su sonoridad truculenta, el término se ha hecho habitual entre los gurús del emprendimiento y los profesionales de la psicología o más bien, para ser exactos, de quienes se sirven de su lenguaje para pisar el cenagoso terreno de la autoayuda.

Posponer, aplazar o dejar para más adelante -"siempre mañana y nunca mañanamos", dice el verso de Lope- sería el sentido, pero este lleva implícito una carga de hábito reiterado que convierte a los procrastinadores no en cultivadores eventuales de la dilación, sino en retardados recalcitrantes y seguramente incorregibles. No sabemos de la historia de la palabra en otras lenguas romances, pero se hace tentador asociar su tardía adopción en la península a la supuesta dejadez que caracterizaría a los pueblos mediterráneos. También lo eran los romanos, pero a estos se les atribuye una capacidad ejecutiva que a juicio de algunos nórdicos desdeñosos -ya lo señalaban los historiadores neoclásicos o los viajeros del Grand Tour- no ha dejado huella en sus desmedrados descendientes, fatalmente inclinados a la indolencia.

Así al menos es como lo ven los predicadores de la eficacia y quienes se empeñan en adaptar a la vida diaria las enseñanzas de lo que llaman, no sin pomposidad, cultura de empresa, cuya utilidad es poco probable que trascienda las paredes de la oficina. Dicen que el que procrastina demora los asuntos importantes para ocuparse de otros menores, de modo que a fin de cuentas la cosa se reduce -¿quién sino uno mismo puede decidir lo que es importante?- a una cuestión de prioridades. Siempre que la leemos, porque no es palabra que suela escucharse salvo en boca de los charlatanes, nos acordamos del dístico que anotó en sus diarios el autor de La invención de Morel: "Haz mañana, Bioy, / lo que puedas hoy", una humorada tanto más admirable si consideramos que el argentino, gran vividor, era ya septuagenario.

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