NO soy experto en internet y sus posibilidades. Pero, partiendo del reconocimiento de mi ignorancia, procuro mantenerme al corriente de las transformaciones que se van produciendo en este ámbito y de las consecuencias probables que éstas aparejarán en casi todos los aspectos de nuestra vida. El término web 2.0, por contraposición a la tradicional web 1.0 compuesta por páginas estáticas y casi siempre sólo visitables, hace referencia a una segunda generación en la historia del desarrollo de la tecnología web basada en comunidades de usuarios y en una gama especial de servicios, como las redes sociales, los blogs, los wikis o las folcsonomías, que fomentan la colaboración y el intercambio ágil y eficaz de información. La interacción resulta ser, pues, su principal característica.

Su aplicación a la política, el horizonte que abre para una mayor participación de los votantes en las decisiones cotidianas del poder, recibe el nombre de política 2.0. Supone -esto me parece indudable- un cambio radical en la relación de los partidos políticos con la ciudadanía y también en la propia estructura y prácticas de esos mismos partidos. La reafirmación de la democracia como diálogo, la oportunidad de que cualquiera pueda contrastar todo tipo de datos y hechos, la personalización de los mensajes, los nuevos cauces de organización y acción social o la decadencia de las técnicas clásicas de comunicación política, demasiado manejables, verticales y dóciles, son realidades inminentes.

En un país en el que el 54% de los hogares tiene acceso a internet y más del 50% de la población lo utiliza con frecuencia (las cifras son de octubre) nadie puede permanecer al margen de lo que allí ocurre. Y menos toda formación política que aspire a gestionar -es la palabra que ahora me parece más exacta- los intereses colectivos. La aceptación de la bidireccionalidad, olvidando la jerarquización al uso, la conversión ya factible del potencial votante en activista o la fidelización de crecientes sectores más allá de la dialéctica caduca del siglo pasado, son logros que los nuevos instrumentos acercan y exigen.

Queda, sin embargo, mucho. Nuestros políticos no parecen muy dispuestos a renunciar a sus viejas fórmulas. La reciente revuelta de los hackers frente a la amenaza del cierre de páginas -el primer ejemplo claro de política 2.0 en España- ha puesto de manifiesto, por una parte, la fuerza de millones de internautas dispuestos a hacerse oír y, por otra, la paupérrima imagen de una clase política desconcertada, nerviosa ante la falta de un líder oponente identificable, enredada en explicaciones absurdas y hasta estúpidas, inconsciente aún de lo que llega y les llega.

Tendrán que aprender y rápido. Porque, para su desgracia, la sociedad que amanece -inquieta, equipada, protagonista y poderosa- por supuesto no les va a esperar.

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