Resulta curiosa la relación directa que tiene el deporte de élite con el ocio más perezoso de sofá. Desde los tiempos de Miguel Induráin, cuando le veíamos sudar la gota gorda escalando el Tourmalet, el espectáculo deportivo a través de televisión convive en armonía con un momento de extraño relax siestero que produce el contemplar cómo la paliza se la está dando el prójimo. Otro romance que el deporte desata es el de la identidad nacional. Nunca vi más banderas rojigualdas en los balcones que cuando la época dorada de los éxitos de la selección española de fútbol. Y tengo la sensación de que lo que vemos en los juegos olímpicos es una mezcla de ambos hechos: la contemplación errática, mando de la tele en la mano, del descomunal esfuerzo de quien está al otro lado de la pantalla, mezclada con ese candor de sólo alegrarnos con triunfos bajo la bandera de nuestro país.
Sin embargo, algo ha cambiado cuando algunos atletas han empezado a mostrar una debilidad y desazón nunca antes exhibida. De pronto, detrás de músculos, piruetas imposibles, velocidad de vértigo y destreza superior aparecen personas humanas; agobiadas con el peso de la responsabilidad, de la bandera, de las expectativas que a su alrededor se ha generado, lo que ha producido gran perplejidad en todos los que hemos contemplado a Simone Biles saliendo del tartán de competición o a Nikoloz Sherazadishvili (representante español en judo de origen Georgiano) llorar por haber sido derrotado y perder la posibilidad de medalla. Todos sabemos la historia de Simone Biles, su infancia y familia desestructurada, los abusos dentro del equipo americano, su hermano en la cárcel y no nos gustaría saberlo, queremos que haga un ejercicio de gimnasia perfecto, que nos deleite, sin importarnos las horas de entrenamiento, las tensiones o las lesiones. No nos importa a nosotros y sobre todo no les importa a los patrocinadores y delegaciones de los países, que básicamente aspiran al espectáculo o al primer puesto del medallero.
A lo mejor este es el momento oportuno para mostrar la debilidad, ahora, que estamos agotados física y psicológicamente por muchos meses de pandemia, que hemos reconocido lo vulnerables que son nuestras sociedades y que no siempre se puede crecer más rápido, más alto, más fuerte. Cuando alguien comete un error siempre se dice que equivocarse es de humanos, ya es hora de que lo reconozcamos públicamente.
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