DURANTE el segundo mandato de Rodríguez Zapatero me di de baja en el PSOE; el partido en nada se parecía ya al que yo me había afiliado más de 30 años atrás. Estos días de turbamulta socialista, antes de la defenestración de Sánchez, he visto en televisión a Juan Carlos Rodríguez Ibarra, ex presidente de la Junta de Extremadura y antiguo alumno mío en la Universidad de Sevilla, anunciar, sentado junto a Alfonso Guerra, que si Sánchez llegaba a un acuerdo con separatistas y podemitas él se daría de baja en el partido. Veremos.

Hay cierto error cuando se habla del socialismo español como maduro y responsable protagonista de la política, porque el PSOE de la actual democracia nunca ha sido homogéneo, y siempre deberíamos distinguir entre lo que fue la élite directiva y las filas de la militancia. Por fortuna, y hasta que llegó Zapatero, estuvo dirigido con mano de hierro por un aparato (Felipe, Guerra, Mújica, Peces Barba, Txiki Benegas, José Rodríguez de la Borbolla, Francisco Vázquez, Carlos Solchaga) de socialdemócratas y social-liberales con sentido del Estado y patriotas. Mano firme sobre bases radicales de sentimientos republicanos, nacionalistas (por no decir separatistas en regiones como Cataluña, Galicia, Baleares o Valencia), emotivas, asamblearias, añorantes del Frente Popular de 1936 y con un imaginario que en nada se distingue del de Podemos. Bases nutridas en su mayoría por jóvenes y recién llegados que provocan el asombro de la vieja guardia socialista no únicamente por la supina ignorancia de la historia que demuestran, sino también por el desconocimiento de la propia historia reciente del partido. El artefacto de las primarias dentro de la organización, y el voto directo para elegir secretario general, han convertido a esos militantes en un peligro mortal para el PSOE. Sánchez quiso utilizarlos en su propio beneficio con gravísimo riesgo para España, de ahí su destitución a manos de los barones herederos de la vieja guardia.

Hemos asistido al feroz enfrentamiento entre cúpula y plebe del Partido Socialista. Mas el PSOE no se rompe nunca; siempre se llega a un acuerdo donde el que ha ganado no alardea de ello y quien ha perdido asegura que ha ganado. De momento, el final está por ver y no sabemos si los barones se han llevado definitivamente el gato al agua o si en un futuro congreso, con primarias o sin primarias, Pedro Sánchez vuelve a Ferraz y Rodríguez Ibarra pide la baja.

Analizamos una y otra vez la crisis de la socialdemocracia en el mundo sin apercibirnos de que la socialdemocracia hace tiempo que ganó la guerra y hoy en Europa todos los gobiernos, llámense liberales o conservadores, hacen una política de tono socialdemócrata. ¿O no era, acaso, socialdemócrata el Partido Popular cuando subía impuestos sin fin los últimos cuatro años? No obstante, aunque en sentido estricto la derecha haya desaparecido por su reconversión al socialismo democrático, la izquierda sigue existiendo.

Todos los días aconsejan al PSOE los columnistas que se reforme y se adapte al siglo XXI. ¿Para qué, si sus ideas y estilo ganaron por todas partes? En verdad, al Partido Socialista sólo le queda seguir uno de estos dos caminos: o bien continuar inventándose una supuesta derecha cruel y malvada a la que poder combatir y de esa manera mantener legitimidad y existencia, o bien pasarse en masa a Podemos porque, en efecto, la izquierda sigue existiendo.

Sostienen los politólogos, horrorizados por la descomposición socialista, la necesidad de un PSOE fuerte como referente de la izquierda en España. Pero ¿y si Podemos fuese la única izquierda verdadera de este país? No cabe ignorar que en las sociedades desarrolladas del Occidente izquierda significa hoy inmadurez, mentalidad adolescente, experimentos con champán del caro en lugar de con gaseosa, imaginario retrógrado que se dice progresista, exigencias de derechos sin deberes, querencias totalitarias, irracionalismo, emotividad y buenismo. Se comprende que la izquierda retroceda por doquier en beneficio de la llamada derecha. Va de suyo que una izquierda semejante (es decir, Podemos) nunca podrá ganar en España unas elecciones generales: su papel no pasaría de oposición que incordiara en el Parlamento a los sucesivos gobiernos del país. No sé, no sé, quizás no fuera tan malo. Mejor que Podemos sea una oposición llena de extravagancias que lo irán alejando cada vez más del poder, sin mayores males, que el alto riesgo de un PSOE podemizado en la Moncloa.

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